Lectura: Lucas 24:13-35

Aunque no se mencionaron sus nombres, pues no hacía falta, ya que estas personas reflejaban el sentimiento de la mayoría de los que eran conocidos como discípulos, con una gran tristeza ellos se dirigían en dirección a su casa, en la pequeña aldea de Emaús.  Todo había sucedido muy rápido; en su corto ministerio de tres años y medio, este hombre los había inspirado; las pistas apuntaban a que este humilde carpintero era el esperado Mesías, así que verlo colgado y muriendo a manos de sus enemigos los romanos, los desilusionaba y pensaban que todo había acabado.

En su decepción, ni siquiera notaron al extraño que se les unió en el camino y quien les preguntó por qué estaban tan tristes; ellos le relataron con respecto a la muerte del hombre que pensaban que era el Mesías. 

Al llegar a su casa, los hombres invitaron al extraño que entrase y él aceptó.  En el momento que se aprestaban a comer, el extraño tomó el pan y lo bendijo; en ese preciso momento pudieron reconocer quien era el que los había acompañado en su regreso a casa, era su amado Señor Jesús (Lucas 24:31).

Estos hombres pudieron haberse quedado sin decir nada, guardando el secreto para sí, pero no podían hacerlo, tenían que contarlo a los otros discípulos quienes también necesitaban de buenas nuevas en medio de tanto dolor; otra vez habían visto aquellas manos que habían sanado, orado y con su toque amoroso, habían devuelto la esperanza a tantas personas. Ahora esas manos tenían algo diferente, eran marcas de clavos para recordarles el precio del sacrificio que había tenido que pagar por ellos; por supuesto que reconocieron sus manos, eran las manos del Salvador.

  1. Si conocemos a Jesús en esta vida, lo reconoceremos en la vida venidera.
  2. Esas mismas manos hoy te quieren mostrar cuando te amó, te ama y te amará Jesús. Si aún no lo conoces, ¿qué esperas?

HG/MD

“¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, es el que también resucitó; quien, además, está a la diestra de Dios, y quien también intercede por nosotros.” (Romanos 8:34).