Lectura: Mateo 26:36-46

Debemos admitirlo; en muchas ocasiones la oración se nos hace algo confuso, aburrido y cansado.  Debo admitir que, en ocasiones he comenzado de forma constante mis tiempos de oración; sin embargo, al cabo de unos días me despreocupo y hasta he llegado a abandonarlos.

Se nos ha dicho que la oración es como una preparación para la batalla, pero el Señor nos demostró que la oración en sí misma es una batalla.  La oración fue el punto central de su ministerio.

¿Dónde fue que Jesús sudó gotas como de sangre?  No fue frente a Pilato, ni camino al Gólgota, sino en el Huerto de Getsemaní.  Allí ofreció: “ruegos y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte” (Hebreos 5:7).

Si hubiera presenciado su lucha aquella noche, es probable que hubiera interpretado mal la situación diciendo: “Si está tan afligido cuando todo lo que está haciendo es orar, ¿qué pasará cuando enfrente una crisis verdadera?  ¿Por qué no puede enfrentar esta severa prueba con la calma y la confianza de sus tres amigos que están durmiendo?”  Sin embargo, cuando por fin llegó la hora de su prueba final, Jesús se dirigió a la cruz con valor, mientras que sus tres amigos se desmoronaron y salieron huyendo sin esperanza en sus corazones.

  1. Hemos comprendido muy mal la importancia real de la oración.  En lugar de ser tan sólo una petición a Dios por ayuda, piensa más allá de eso, podría ser el inicio de una gran victoria para la gloria de Dios.
  2. La oración nunca ha sido un instrumento cuyo propósito sea concedernos una vida fácil, de poco trabajo y esfuerzo.

HG/MD

“Pasando un poco más adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, de ser posible, pase de mí esta copa. Pero, no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39).