Lectura: Hechos 1:4-11

El hombre de negocios estaba muy estresado debido a que iba tarde para una cita con un cliente con quien posiblemente cerraría un trato muy beneficioso, pero, frente a él estaba un autobús escolar completando su ruta y por supuesto el chofer no tenía ninguna prisa en avanzar. 

Así que el hombre desesperado lo adelantó por un costado en una parte de la carretera que prohibía ese tipo de adelantamientos.  Tal era su desesperación por completar la maniobra indebida, que no se había dado cuenta que tenía detrás de él a un oficial de policía, quien por supuesto hizo cumplir la ley y lo multó.

Si bien es cierto esperar puede volvernos impacientes, también hay cosas buenas que hacer y aprender mientras esperamos.

Nuestro Señor sabía muy bien esto, cuando les dijo a sus discípulos “que no se fueran de Jerusalén” (Hechos 1:4), mientras esperaban ser “bautizados en el Espíritu Santo” (v.5).

Seguramente mientras estaban reunidos nuevamente en el aposento alto, se pusieron ansiosos y expectantes, pero esto no los paralizó; por ejemplo, tomaron parte de su tiempo para orar (v.14), adicionalmente, dirigidos por Dios eligieron al nuevo discípulo que sustituiría a Judas (v.26) y mientras estaban adorando a Dios y orando, fueron bautizados en el Espíritu Santo (2:1-4).

Esto nos brinda un principio bíblico que podemos aplicar a nuestra vida, ellos no sólo esperaron, ellos se prepararon para servir de una mejor manera al Señor.  Entonces esperar el tiempo de Dios no implica no hacer nada, o lanzarse impaciente al activismo; debemos orar, adorar, estudiar su Palabra, profundizar la relación con las demás personas de nuestra iglesia local y nuestro entorno, todo esto mientras aguardamos pacientemente que Dios haga su obra en nosotros.

  1. La espera prepara nuestros corazones y mentes para lo que viene, al hacer esto ejercitamos nuestra dependencia en Dios y fortalecemos nuestra fe.
  2. Las esperas son parte importante de nuestra vida, aprovechémoslas sabiamente.

HG/MD

“Pacientemente esperé al Señor, y él se inclinó a mí y oyó mi clamor” (Salmos 40:1).