Lectura: Colosenses 3:5-10

Mientras daba una caminata por el parque, me vino a la mente cómo la conducta de una persona puede representar mal el mensaje del evangelio y confundir a un mundo incrédulo.  Me encontré con un hombre que me preguntó qué pensaba de la vida.  Cuando me referí a mi confianza en el Hijo de Dios, se emocionó mucho.  Dijo que él también conocía a Cristo como Salvador y citó algunos versículos bíblicos acerca de la vida eterna.

Cuando nos despedimos, el hombre me recordó que predicase la Palabra.  Sin embargo, me resultó difícil aceptar su amonestación, porque él estaba completamente borracho.  Hablando con dificultad, varias veces gritó: “¡Alabado sea Dios!”, lo cual atrajo las miradas de los transeúntes.  Su ebria condición emitía un grito de protesta a las sobrias verdades que se escuchaban por las calles.

Cuando me alejé me golpeo la dura realidad de cómo se pierde la credibilidad de un creyente, cuando nuestra conducta revela que estamos controlados  por deseos pecaminosos y no por el Espíritu Santo.  No podemos esperar que otros crean un mensaje que nuestras acciones contradicen.  Cada día hemos de “hacer morir”, aquellos actos que empañarían nuestro testimonio (Col. 3:5).  Sólo entonces podemos estar seguros de ofrecer una “prueba contundente” de una fe viva.

  1. Un mal ejemplo socaba las buenas palabras.
  1. Si tu vida no es un buen testimonio, tu testimonio no tiene vida.

 

NDP/MRD