Lectura: Juan 12:20-33

Un creyente que nació y creció en una humilde casa en el campo, revivió muchos de los buenos recuerdos al regresar a visitarla 30 años después de haberla dejado atrás, cuando migró a la ciudad.  Al caminar por la humilde casa recordó que había plantado unas semillas junto a un pequeño río que pasaba cerca de aquella cabaña. Cuando bajo al arroyo, pudo observar como aquellas semillas, se habían convertido en unos majestuosos árboles que daban sombra y vida a muchos pájaros que hacían nido en sus frondosas ramas.

Además de eso, también recordó que había guardado unas semillas de nuez en una oscura esquina de su cuarto, atrás de unas tablas flojas, y tenía mucha curiosidad de ver que había pasado con ellas, por lo que regresó a la cabaña y fue a buscarlas. Luego de buscarlas por un rato las encontró.  ¡Cuán diferente el  panorama que pudo observar!  En lo único que habían cambiado las semillas, era que ahora se habían convertido en nueces secas, sin vida, difíciles de reconocer, y algunas incluso ya se habían convertido en polvo.  En ese momento vinieron a su mente las palabras del Señor, haciéndolas totalmente vividas: “De cierto, de cierto les digo que a menos que el grano de trigo caiga en la tierra y muera, queda solo, pero si muere lleva mucho fruto” (Juan 12:24).

En este pasaje el Señor estaba haciendo referencia a su propia muerte.  Pero este principio también puede aplicarse a la vida de los creyentes; si nos negamos a morir a nuestros deseos egoístas, nos quedaremos solos, y secos.  En la muerte de Cristo por el pecado del ser humano y en la muerte de deseos pecaminosos contra los que luchamos los creyentes, se aplica el mismo principio: ¡hay vida al morir!

  1. No tiene nada de provecho si vivimos para el yo, y por el contrario tenemos una gran ganancia si morimos al yo.
  1. La vida verdadera sólo está en Jesús.

HG/MD

“De cierto, de cierto les digo que a menos que el grano de trigo caiga en la tierra y muera, queda solo, pero si muere lleva mucho fruto” (Juan 12:24)