Lectura: Romanos 6:15-23

Una historia cuenta que un anciano, jefe indígena Cherokee, se encontraba sentado frente al fuego en compañía de uno de sus nietos.  El muchacho había quebrantado una de las reglas de la tribu y la intención de su abuelo era hacerlo entender que había actuado de mala manera.  “Nieto, es como si en nuestro interior lucharan dos lobos, uno que quiere hacer el mal y otro que desea hacer lo correcto.  El problema es que ambos exigen que les obedezcamos.  ¿Cuál ganará? – Le preguntó el sabio anciano… – Pues será aquel al que alimentemos”.

Todos como creyentes hemos vivido esta lucha.  Cada día tenemos una batalla constante contra los deseos egoístas y pecaminosos de nuestra carne, la cual hace presión con tal de satisfacerse, es como si tuviéramos un hambre constante, al inicio son pequeñas caídas, pero conforme dejamos que nuestra carne gane más batallas, ella tiene más control sobre nuestras decisiones.

Pero, ¿cómo hacemos frente a la carne que nos impulsa a hacer lo incorrecto?

Lo primero que debemos hacer es creer lo que Dios nos ha revelado por medio de su Palabra, donde nos advierte del poder de la tentación (1 Corintios 10:13).  En ese mismo pasaje, el Señor nos da otra gran herramienta que siempre debemos recordar: como creyentes el Espíritu Santo nos ayudará a resistir o liberarnos de la tentación (Juan 16:7-15).

Por supuesto, no es fácil, lo difícil es la constancia, siempre la carne (nuestros deseos incorrectos) exigirá que la alimentemos y es ahí donde debemos decir “No”, y hacer uso del dominio propio que el Señor nos ha prometido (2 Timoteo 1:7).

  1. Recuerda, lo que alimentas es lo que te va a controlar. Aliméntate de la Palabra de Dios.  Acuérdate de las palabras de nuestro Señor cuando estaba en medio de la tentación: “…Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4)
  2. Lee su Palabra, habla con Dios cada día y comparte con otros lo que has aprendido.

HG/MD

“Porque no nos ha dado Dios un espíritu de cobardía sino de poder, de amor y de dominio propio.” (2 Timoteo 1:7).