Lectura: 2 Timoteo 4:1-8

En el año 2015, Daniel Boria, un chico atrevido quien desafió a la gravedad y a las autoridades de Canadá, invirtió casi 7 mil 500 dólares en más de 100 globos gigantes inflados con helio y luego los ató a una silla de jardín y voló por los aires; su arriesgada maniobra lo llevó a casi dos mil metros del suelo.

El joven llevaba consigo un tanque de oxígeno, un radio para comunicarse en caso de emergencia y un paracaídas.

A las autoridades canadienses no les hizo ninguna gracia la aventura de este muchacho, ya que no solo puso en riesgo su vida, sino también la de las personas a su alrededor, ya que en el trayecto de su travesía aérea volaban más de 12 aviones que estaban en fase de aterrizaje y despegue, sin tener el aviso previo de que un elemento de vuelo no autorizado se encontraba entre las nubes. Lo que parecía haber sido una divertida hazaña, pudo haber terminado en una tragedia.

Finalmente, Daniel fue arrestado en el momento exacto en que sus pies tocaron tierra firme, tuvo que pagar una cuantiosa multa, y todo lo hizo para ganar notoriedad y hacer promoción para su compañía familiar.

Por supuesto, no estamos a favor de este tipo de aventuras para llamar la atención; debemos entender que existen muchas otras actividades de mayor importancia en la vida, por las cuales vale la pena arriesgarse; por ejemplo, como creyentes, una de nuestras metas es ser creativos, valientes y osados a la hora de compartir nuestra fe con otros, para que al final de nuestros días en esta tierra, podamos decir como el apóstol Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera; he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).

  1. Esforzarse por alcanzar nuestras metas espirituales debe llenarnos de satisfacción personal y, por ende, el resultado también debe traer bendición a las personas que nos rodean.
  2. ¿Vale la pena morir por tu razón de vivir?

HG/MD

“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera; he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7).