Lectura: Colosenses 1:9-23

Algunos siglos antes de que el Señor Jesús se encarnara en su primera venida, la cruz estaba asociada con imágenes de tortura y muerte.

Un ejemplo de esto es lo sucedido en el año 519 a.C., cuando el rey Dario I de Persia, crucificó a 3000 de sus enemigos políticos en Babilonia.  Posteriormente, este tipo de muerte fue adoptada por diversas culturas, entre ellas la romana, que la utilizaba como instrumento de terror contra enemigos de Roma y nunca contra los ciudadanos romanos.

Cuando nuestro Señor Jesús llevó nuestros pecados en la cruz del calvario (1 Pedro 2:24); la cruz llegó a tener un nuevo significado muy diferente al anterior, ya que su sacrificio hizo posible que fuéramos perdonados de la condena de muerte impuesta por el pecado y nos reconcilió con Dios (Colosenses 1:21-21).

El apóstol Pablo comprendía de forma extraordinaria este nuevo significado, y debido a ello su vida había cambiado, tenía una nueva razón de ser y un nuevo mensaje para su pueblo (2 Corintios 11:16-12:13; Efesios 2:11-3:21).  Esto no lo envaneció, por el contrario, lo hizo más humilde: “Pero lejos esté de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por medio de quien el mundo me ha sido crucificado a mí y yo al mundo” (Gálatas 6:14).

Cuando comprendemos como creyentes la magnitud de lo Jesús hizo, crece en nosotros un sentimiento de humildad y dependencia, pues comprendemos que todo lo que tenemos proviene de nuestro Señor y Salvador.

1. Al creer y aceptar que el sacrificio de Jesús fue por nuestra culpa, en ese momento el perdón de Dios empieza a llenar nuestras vidas.

2. La cruz de Cristo fue el instrumento escogido por Dios para satisfacer Su justicia, y es el único puente entre Dios y el hombre.

HG/MD

“Pero lejos esté de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por medio de quien el mundo me ha sido crucificado a mí y yo al mundo” (Gálatas 6:14).