Lectura: Marcos 3:31-35

Durante mis años de crecimiento, a menudo escuchaba a mi pastor leer los Diez Mandamientos y el mandamiento de nuestro Señor de amar a Dios con todo nuestro ser y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Sabía que yo no vivía totalmente a la altura de esas exigencias, pero las tomaba en serio.

Cuando tenía ocho años, sentí pena cuando murió un vecinito de seis años que era miembro de una familia no cristiana. Pero también sentí culpa porque no sentía la pena que hubiera debido si esto le hubiese pasado a alguno de mis hermanos. Y todavía hoy, aun cuando mis hermanos y yo tenemos nuestras propias familias que van en primer lugar en nuestras vidas, todavía sentimos un vivo interés los unos por los otros.

A Dios le complace que valoremos estos lazos familiares, pero también quiere que amemos a todos los que han entrado en nuestra familia espiritual al nacer de nuevo. Esta es la familia a la que Jesús se refería cuando respondió a un mensaje que Su madre y sus hermanos querían darle. Él vio a la audiencia delante de Él y dijo: «He aquí mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Marcos 3:34-35).

Amar a los perdidos es nuestro deber, pero amar a aquellos nacidos en la familia de Dios, sin importar cuáles sean sus faltas, debe ser un sentimiento natural. Después de todo, es un asunto de familia.

  1. Muestra tu amor hacia los perdidos, compartiendo la vida que existe en Jesús.
  2. Muestra tu amor hacia tus hermanos y hermanas en la fe, orando por ellos y prestandoles tu ayuda u hombro cuando sea necesario.

NPD/HVL