Lectura: 1 Pedro 1:13-25
Hace un tiempo leí una historia muy particular sobre un juez que se dedicaba a atender juicios de tránsito vehicular, y quien tenía un sistema muy particular para impartir justicia. Les daba a los conductores dos opciones para estimularlos a cambiar las conductas que habían provocado que cometieran infracciones a la ley.
Por ejemplo, a las personas que habían sido capturadas en estado de embriaguez, les daba dos opciones: La primera opción era pegar una etiqueta adhesiva en el parachoques del vehículo con la siguiente frase: “El dueño de este vehículo es un conductor borracho convicto”. Casi todos los conductores preferían la segunda opción: “¡Hoy es el día!, inscríbase en un programa para el tratamiento del alcoholismo”. Es una realidad que a la gran mayoría de seres humanos les importa lo que los demás piensan de ellos y quieren mantener una buena imagen.
El temor a ser avergonzado se aplica también a otras conductas inaceptables. Por ejemplo, no muchos estarían dispuestos a caminar con un cartel sobre la espalda que diga: “Cuidado, soy un creyente al que le da pereza hablar con Dios y encuentra fastidioso leer la Biblia”, tampoco nos gustaría llevar una etiqueta en la frente que diga: “Advertencia, soy una persona a la cual le gusta el chisme” o “Precaución, me controlan los malos deseos y no soy una persona confiable”.
Si cada vez que nos equivocáramos Dios nos exigiera reconocer públicamente nuestros errores, ¿qué haríamos? La respuesta a esta pregunta demostraría mucho sobre nuestro sentido de vergüenza ante Dios o nuestro cinismo ante la admisión de nuestros errores.
- Si nos importa lo que otros piensan, debería importarnos más lo que Dios piensa de nosotros.
- ¿Vivimos para llevar la gloria a Dios y obedecer su voluntad?
HG/MD
“Y el pueblo respondió a Josué: —¡Al Señor nuestro Dios serviremos, y su voz obedeceremos!” (Josué 24:24).