Lectura: Jonás 1:1-17

Todos hemos oído la historia de Jonás; no obstante, lo que quizás no hemos escuchado es que este profeta desobediente no fue devorado una vez, sino tres veces.

Primeramente, a Jonás lo devoró “el prejuicio”.  Si bien es cierto los habitantes de Nínive eran malvados e idólatras (Jonás 1:2), Dios quería que Jonás le predicara a este pueblo perdido para que se arrepintiera.  Estas personas se encontraban como todos estuvimos en algún momento de nuestra vida: “…muertos en sus delitos y pecados” (Efesios 2:1).  Sin embargo, Jonás no lo entendió y quiso que estos seres humanos malvados sintieran la ira de Dios (Jonás 4:2).  Es por ello que abordó un barco y se dirigió hacia la dirección contraria a Nínive (Jonás 1:3).

En segundo lugar, a Jonás lo devoró el mar.  Aquel barco con destino contrario a la voluntad de Dios, fue golpeado por una tormenta, y los supersticiosos marineros echaron suertes para ver de quien era la culpa “…y la suerte cayó sobre Jonás” (Jonás 1:7).  El peso del pecado recayó sobre Jonás y en ese momento aceptó su equivocación; no obstante a su reconocimiento, fue echado al mar para sufrir una muerte segura, tal como le sucedió al rey David: “Mientras callé se envejecieron mis huesos…” (Salmos 32:3), y al igual que nos sucedió a nosotros cuando estábamos muertos, perdidos en un mar profundo, “aun estando nosotros muertos en delitos…” (Efesios 2:5a).

Esto nos lleva a la tercera situación, a Jonás lo devoró un gran pez que Dios había preparado para que lo rescatara (Jonás 1:17).  Luego de estar tres días en el estómago del gran pez, confesó su pecado y prometió obedecer a Dios (Jonás 2:1-9).  Después de ser librado de esa muerte segura, fue a cumplir la tarea que Dios le había encomendado y aquel pueblo perdido se arrepintió (Jonás 3:1-5). A partir de ese momento, tanto a ellos como a nosotros, el Señor “…nos dio vida juntamente con Cristo. ¡Por gracia son salvos!” (Efesios 2:5b).

1. En ocasiones, el Señor nos permite enfrentar circunstancias difíciles para que aprendamos a depender de Él y a obedecerle. 

2.    El camino de obediencia es el camino de la bendición.

HG/MD

“Cuando mi alma desfallecía dentro de mí me acordé del Señor; y mi oración llegó hasta ti, a tu santo templo” (Jonás 2:7).