Lectura: Mateo 23:37-39

Mientras caminaba a las orillas de un pequeño lago, cerca del sendero pude oír graznando a unos pequeños patitos y el movimiento frenético de su mamá.

Cuando me acerqué para fijarme un poco más, observé que los pequeños patitos se habían escurrido entre un espacio entre la malla o barrera que separaba el lago del sendero, y ahora ni mamá pata, ni sus papitos sabían cómo resolver aquel asunto.  A muy poca distancia pude ver una pequeña puerta para acceder al lago, así que moví a los patitos hacia la puerta y en menos de un minuto el problema de la separación había quedado resuelta.

Al pensarlo, muy pocas cosas son tan desgarradoras como una barrera al amor. Jesús, el Mesías de Israel esperado por mucho tiempo, experimentó un obstáculo a su amor cuando su pueblo escogido lo rechazó. El mismo Señor hizo uso de una ilustración de una gallina con sus polluelos, para describir la falta de disposición de los israelitas para recibir ese amor: “¡Jerusalén, Jerusalén…! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, así como la gallina junta a sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37).

Sin lugar a dudas el pecado es una barrera que nos separa de Dios (Isaías 59:2). No obstante, Dios tiene la solución: “porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda más tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Jesús se encargó de derribar la barrera que nos separaba eternamente para recibir el amor de Dios, lo cual fue conseguido mediante su muerte y sacrificio en la cruz, y su resurrección (Romanos 5:8-17; 8:11).

  1. Dios, permite que experimentemos ese amor y aceptemos tu regalo de salvación.
  2. No tienes que estar solo detrás de la barrera del pecado, acepta la puerta abierta que encontramos en Cristo y pasa adelante.

HG/MD

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).