Lectura: Romanos 8:18-25

No existe una tragedia más grande que la muerte de una persona que ha rechazado a Cristo.  Morir sin Jesús como Salvador de nuestras vidas, es tener la seguridad de que el destino final será el más terrible que podamos imaginar, una eternidad sin esperanza y llena de un sufrimiento que nunca acaba.

No importa lo exitosa o admirada que haya sido una persona, o las cosas que haya logrado; todo ello será pérdida, si al final de su vida, cuando llegue el momento de morir, se encuentre con la cruda verdad: ¡no haber confiado en Jesús tuvo el mayor costo para su alma!

Para citar tan sólo dos ejemplos, podemos recordar las últimas palabras de personas que en su momento tuvieron renombre como seres humanos, Jay Gould (1836–1892), llegó a ser uno de los pioneros de la industria ferroviaria, lo que lo llevó a amasar una fortuna de miles de millones de dólares; se lamentó en su lecho de muerte al decir: “Soy el hombre más infeliz de la tierra”. También podemos recordar al pensador francés: François-Marie Arouet (1694–1778), mejor conocido como “Voltaire”, quien exclamó en su lecho de muerte: “¡Ojalá no hubiese nacido nunca!”

Piensa por un instante, ¿qué caracterizará tu vida al final de tus días, la paz o la desesperación? Si realmente has confiado en Jesús como el Señor y Salvador de tu vida, podrás regocijarte en el perdón inmerecido que Dios te da, tendrás la certeza de que la muerte no te separará del amor de Dios, tal como lo dice Romanos 8:38-39: “Por lo cual estoy convencido de que ni la muerte ni la vida ni ángeles ni principados ni lo presente ni lo porvenir ni poderes  ni lo alto ni lo profundo ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro”.  La muerte es simplemente otro paso necesario antes de estar en la presencia del Señor.

  1. Tus últimas palabras en este mundo pueden ser triunfantes, si en verdad esperas ansioso la eternidad con Cristo.

 

  1. La muerte no sólo es tu último capítulo escrito aquí en la tierra, también es el primer capítulo de la eternidad.

HG/MD

“Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio derecho de ser hechos hijos de Dios,” (Juan 1:12)