Lectura: Juan 19:1-8

Cada año millones de personas visitan la exposición y expresan su asombro ante los ornamentados tesoros, se trata de las Joyas de la Corona del Reino Unido.  Estas joyas simbolizan el poder del reino, el prestigio y la posición social de quienes las llevan puestas, y están resguardadas durante las 24 horas del día en la Torre de Londres.

Dentro de estos tesoros encontramos tres coronas: la corona de la coronación, que se lleva cuando el monarca asume el cargo; la corona del estado, que se usa para diversas funciones especiales; y la corona del consorte, que lleva el cónyuge del monarca. Cada una tiene un propósito diferente.

Sin embargo, también existen otro tipo de coronas; por ejemplo, el Rey del cielo, quien es digno de la mayor corona y del máximo honor, llevó una muy distinta.

Durante las horas de humillación y sufrimiento que Cristo experimentó antes de ser crucificado, “los soldados entretejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo vistieron con un manto de púrpura” (Juan 19:2).

Aquel día, la corona, que suele ser un símbolo de realeza y honor, se convirtió en una herramienta de burla y odio. No obstante, nuestro Salvador la llevó voluntariamente por nosotros al cargar con nuestro pecado y vergüenza.  Aquel que merecía la mejor de todas las coronas, tomó la peor para beneficiarnos.

  1. No merecemos tanto amor Señor, gracias por amarnos más allá de lo imaginable.
  2. ¡Esperamos tu regreso, oh Rey de reyes y Señor de señores!  ¡Ven pronto!

HG/MD

“Por lo demás, me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, el Juez justo, en aquel día. Y no solo a mí sino también a todos los que han amado su venida” (2 Timoteo 4:8).