Lectura: 2 Corintios 8:1-15

Las personas que habitaban los Estados Unidos en los años 30, del siglo veinte,  pasaron por tiempos difíciles debido que no había trabajo, la comida escaseaba, a muchos no les alcanzaba para pagar el agua potable, ni la electricidad; se utilizaban las chimeneas como medio de calefacción, se cocinaba con madera, la ropa se usaba hasta darle fin y los servicios sanitarios estaban fuera de las casas, y era toda una odisea salir en las noches frías de invierno, cuando las necesidades fisiológicas apremiaban.

Aunque estas parecen ser situaciones complicadas, las personas de la época que vivían en esas circunstancias, no eran consideradas como pobres a pesar de lo que podemos pensar hoy, ni se quejaban como posiblemente haríamos si enfrentáramos situaciones de ese tipo.  Lo extraordinario en este caso, es que la gente compartía de buena gana con sus vecinos lo poco o mucho que tuvieran.

¿Cuánto dinero necesita una persona para ser considerada rica?  ¿Y cuánto debe dar una persona para considerarla como generosa?  Es muy difícil determinar los límites para dar una respuesta que satisfaga a la mayoría, y es un hecho que puede resultar imposible responder estas dos simples preguntas.

El apóstol Pablo no estableció un porcentaje como regla para dar, ni tampoco determinó la cantidad de bienes que debían dar los ricos para la obra de Dios o para ayudar a su prójimo.  Por el contrario, decidió utilizar otro recurso, desafiar a los creyentes de la ciudad de Corinto, al contarles de la generosidad de los creyentes macedonios que dieron de “…su extrema pobreza abundaron en las riquezas de su generosidad.  Porque doy testimonio de que espontáneamente han dado de acuerdo con sus fuerzas, y aún más allá de sus fuerzas,  pidiéndonos con muchos ruegos que les concediéramos la gracia de participar en la ayuda para los santos.  Y superando lo que esperábamos, se dieron primeramente ellos mismos al Señor y a nosotros, por la voluntad de Dios” (2 Cor.8:2-5). Les recordó a los corintios y por ende a nosotros, que el Señor Jesús, cambio las riquezas del cielo, por la pobreza de la tierra, con el fin último, de que ellos y nosotros pudiéramos ser ricos espiritualmente por toda la eternidad.

Así que, no importa la condición en la que vivas, si eres pobre o rico, el amor inmerecido que Dios nos ha concedido debería ser el mayor factor de motivación para ser generosos a la hora de dar para la obra de Dios y para nuestros semejantes.

  1. Cristo debe ser nuestra razón para vivir y para dar.

 

  1. Antes de depositar tu ofrenda o tu donativo para la obra de caridad de tu predilección, piensa conscientemente por un momento lo dichoso y bendecido que eres.

HG/MD

“Porque conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, por amor de ustedes se hizo pobre para que ustedes con su pobreza fueran enriquecidos” (2 Corintios 8:9)