Lectura: 1 Juan 2:7-11

Corrían los violentos años de la Segunda Guerra Mundial; el lugar, los respetuosos mares del Pacifico Sur; el evento, un avión rezagado que buscaba su portaaviones norteamericano en medio de la noche; el problema, el portaaviones tenía todas las luces apagadas tratando de evitar con ello el ataque de un submarino enemigo.

El piloto desesperado daba vueltas y vuelos muy bajos tratando de detectar a aquel enorme barco en un océano aún más grande, los tripulantes oían el motor de su compañero, pero no lograban que viera sus débiles linternas.  Sabiendo que le quedaba poco combustible, el capitán dio la orden: “Enciendan las luces”; esto ponía en un enorme riesgo al barco y su tripulación.  Al poco tiempo de encender las luces, el avión aterrizó como paloma que vuelve a casa.

En Belén también sucedió algo similar, consciente del riesgo Dios dio la orden: “Alumbra el mundo”. Fue entonces que nació Jesús. La luz verdadera había llegado nueva y radiante, trayendo luz a un mundo perdido en las tinieblas, en la ignorancia espiritual y en el pecado, con un enemigo desesperado que busca a quien devorar. Al igual que el barco era la única luz en medio de aquel enorme mar; en Belén, Dios había encendido una luz en medio de una humanidad oscurecida por el pecado. El apóstol Juan lo describe de la siguiente forma: “…Yo soy la luz del mundo. El que me sigue nunca andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12).

En una gracia incomprensible, Dios permitió que Su Hijo muriera 33 años más tarde en una cruz para salvarnos definitivamente de la oscuridad eterna.

  1. Cuando Jesús llegó a este mundo, fue como si el sol saliera radiante sobre el horizonte de la historia humana (Lucas 1:78-79).
  2. Sin la luz de Cristo no podríamos conocer a Dios.

HG/MD

“Otra vez les escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en él y en ustedes, porque las tinieblas van pasando y la luz verdadera ya está alumbrando.” (1 Juan 2:8).