Lectura: Salmos 16:1-11

Debo confesar que tengo una debilidad por las golosinas dulces, especialmente por la repostería; soy muy feliz cuando puedo disfrutar de algunas de esas obras de arte dulces.

En general también podemos decir que la vida está llena de cosas agradables; pero, tal como sucede con un festín de exquisitos dulces, lo bueno se termina pronto.  Aun la mejor de las cosas buenas puede dejarnos una sensación de vacío e, incluso, con un remordimiento por las calorías consumidas.

Al pensar en esto, no puedo dejar de recordar lo que el salmista nos dice: “Oh alma mía, dijiste al Señor: ¡Tú eres el Señor! Para mí no hay bien aparte de ti” (Salmo 16:2).  Sabemos que Dios es bueno, pero ¿realmente cuándo fue la última vez que nos aferramos a Él, como el bien más preciado de la vida?

El salmista amplía aún más el principio de que el Señor es bueno al decirnos que Él es nuestro guardador (v. 1), nuestro máximo benefactor (v. 2), nuestro consejero y maestro (v. 7), y quien nos muestra la senda de la vida y nos llena de gozo en su presencia (v. 11). Sin lugar a dudas esto sí podemos considerarlo como bueno en grandísima manera.

Infortunadamente, con suma frecuencia permitimos que bienes o situaciones temporales eclipsen la aceptación de la bondad eterna de Dios en nuestra vida.  

  1. La naturaleza temporal de los beneficios de menor importancia desaparecerá con el tiempo; no tengas dudas de que así será. ¡Sólo Dios es verdaderamente bueno!
  2. Sé agradecido y reconoce cuán bueno y cuán dulce es nuestro Señor.

HG/MD

“Oh alma mía, dijiste al Señor: ¡Tú eres el Señor! Para mí no hay bien aparte de ti” (Salmo 16:2).