Lectura: Romanos 6:1-14

Por lo general cuando algo se rompe nos conformamos con una reparación que le permita al objeto funcionar nuevamente. Pero, hace varios siglos, un artista japonés decidió que volvería hermosa la vajilla rota; entonces comenzó a utilizar un método para unir los fragmentos por medio de resina dorada. Fue así como nació el arte japonés del kintsugi, cuyas piezas reparadas tienen elaboradas vetas de oro que las hace especiales.

Durante los primeros días de los seres humanos en el jardín del Edén, cuando el pecado entró en el mundo se produjo “la caída” del ser humano, y como resultado inevitable hubo una rotura estrepitosa de nuestra relación con Dios (Génesis 3).

Es una realidad que en esta vida nos lastimamos constantemente y muchas veces hemos herido a los demás con nuestros bordes afilados y bruscos. Sin embargo, Dios no desea que permanezcamos rotos, y su obra restauradora puede transformar nuestros pedazos en algo hermoso.

De manera similar a un artista del kintsugi, Dios repara nuestro ser quebrado, pero utiliza algo más precioso que el oro: la sangre de su Hijo. En lugar de darnos vetas doradas, el rojo de la sangre de Cristo Jesús nos ha unido “… Dado que fuimos unidos a Él en su muerte…” (Romanos 6:5 NTV). No hay nada más precioso que eso.

  1. La preciosa sangre de nuestro Señor unió lo que se había roto irremediablemente y no podíamos arreglar por nuestros medios.
  2. Gracias Señor porque mediante tu muerte y resurrección nos has restaurado y reparado, al aceptar nuestra necesidad de un Salvador y Señor: Jesús el Mesías.

HG/MD

“Dado que fuimos unidos a él en su muerte, también seremos resucitados como él” (Romanos 6:5 – NTV).