Lectura: Mateo 23:13-31

Una vez que iba conduciendo mi automóvil, me llamó la atención un gran anuncio publicitario que estaba ubicado sobre una casa al lado de la carretera.

El anuncio decía: “Viva en una casa de ensueño, se lo garantizamos”.  Me pareció muy llamativo lo que decían con la foto de una hermosa casa; por un momento hasta me cruzó por la mente que quería vivir ahí, sin embargo, al mirar la casa sobre la cual estaba ubicado el anuncio, empecé a tener mis dudas, ya que se trataba de una casa casi destruida que corría el riesgo de derrumbarse en cualquier momento. ¡La pintura estaba levantándose, las ventanas estaban rotas y los muros estaban en muy mal estado!

Por decirlo de cierta manera, muchos de nosotros también “anunciamos” a Jesús, pero nuestra casa espiritual está destruida. Tal vez asistamos a la iglesia, hablemos la jerga cristiana e interactuemos cortésmente con los demás, pero, cuando nuestra conducta no es coherente con lo que tenemos en el corazón, nuestro sobresaliente comportamiento es tan solo una apariencia de religiosidad. Cuando Jesús confrontó a los fariseos les dijo: “Así también ustedes, a la verdad, por fuera se muestran justos a los hombres; pero por dentro están llenos de hipocresía e iniquidad” (Mateo 23:28).

El Señor tenía para sus seguidores un mensaje diferente, pero igualmente directo: “…no se hagan los tristes, como los hipócritas” (6:16). Además, el apóstol Pablo reafirma este punto de vista al decirnos: “… el propósito del mandamiento es el amor que procede de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe no fingida” (1 Timoteo 1:5). Estas actitudes internas deben resplandecer a través de nuestras palabras y acciones (Lucas 6:45).

  1. Examinemos hoy mismo el estado de nuestra casa espiritual. Si las personas miraran más allá del hermoso aspecto externo, ¿descubrirían un corazón auténtico?
  2. Señor, danos la humildad necesaria para reconocer cuando debemos corregir alguna actitud en nuestra vida.

HG/MD

“Pero el propósito del mandamiento es el amor que procede de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe no fingida” (1 Timoteo 1:5).