Lectura: Lucas 2:25-35

Quizás uno de los momentos más desapercibidos de los primeros días de Jesús en esta tierra con sus padres José y María, es el encuentro con el anciano Simeón, quien toma a Jesús entre sus brazos con 8 días de nacido, cumpliéndose así lo prometido por Dios a este hombre de que no moriría sin ver al Mesías.

Podemos pensar que Simeón fue más dichoso que nosotros por el privilegio de haber tenido entre sus brazos a Jesús, mientras que el resto de personas debemos creer sin haber visto ni tocado. 

Pero, recordemos que en ese momento él también tuvo que ejercitar su fe, pues la persona que estaba sosteniendo entre sus brazos era apenas un bebé de una pareja que posiblemente ni conocía; sin embargo, su seguridad vino de uno que no miente: el Espíritu Santo (Lucas 2:26), y nosotros, por lo tanto, también debemos estar confiados en quién hemos creído debido que, como creyentes, tenemos el mismo Espíritu Santo que le reconfirmó esa verdad a Simeón.

Prácticamente ya al final de su ministerio terrenal, Jesús desafía la fe de sus discípulos luego de su resurrección, al decirle a Tomás: “¿Por qué me has visto, has creído? ¡Bienaventurados los que no ven y creen!” (Juan 20.29).  Esa es la clase de fe que Jesús también nos llama a tener en nuestros días, no hace falta haberlo visto o haberlo tocado para saber que todo lo que hizo y dijo es cierto.

  1. Al reflexionar sobre la situación que vivió Simeón, debemos entender que él no estaba depositando su fe en un bebé indefenso, estaba viendo más allá, estaba pensando en el hombre en el que se convertiría y sería su Señor y Salvador; sigamos su ejemplo.
  2. El ser humano dice, necesito ver para creer, Dios nos desafía a creer para poder ver.

HG/MD

“Jesús le dijo: ¿Porque me has visto, has creído? ¡Bienaventurados los que no ven y creen!” (Juan 20:29).