Lectura: Lucas 22:14-20

Todo era normal en la vida de Rafael, estaba casado, tenía hijos, un trabajo que le permitía vivir una vida cómoda y buena para su familia, se alimentaba bien y rutinariamente hacía ejercicios.  De repente un día empezó a presentar dolores de cabeza que se iban tan rápido como aparecían. 

Su esposa se preocupó y le pidió que fuera a una consulta médica, y el doctor le envió una serie de exámenes y estudios para detectar la causa de los dolores de cabeza.  Al finalizar, los estudios dieron como resultado un tumor cerebral que por su posición no era operable y eventualmente le quitaría la vida.  En búsqueda de paz, Rafael contactó a un conocido quien tenía amistad con un ministro, quien con gusto lo fue a visitar a su casa donde hablaron de muchos temas, entre ellos de la temporalidad del ser humano.

Al entender esto y que había una esperanza después de la muerte, decidió aceptar el regalo de salvación de nuestro Salvador Jesús; finalmente el ministro compartió con él la cena del Señor, y días más tarde el hombre murió con una convicción nueva en su vida, que le permitió encontrar paz en medio de la tormenta en la cual se encontraba.

Al pensar en el caso de Rafael, podemos recordar lo que dijo el rey David sobre la condición humana: “Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo. El hombre, como la hierba con sus días: Florece como la flor del campo que, cuando pasa el viento, perece y su lugar no la vuelve a conocer” (Salmos 103:14-16). 

Cuando en verdad hemos depositado nuestra fe sincera y vida en Dios, recordar cotidianamente lo hecho por Él a través de la celebración de la cena del Señor, hace que nuestra alma encuentre el descanso que muchas veces la vida y los momentos desagradables nos quitan.  Es por ello que el apóstol Pablo nos recuerda la relevancia de esta conmemoración y su profundo significado para los creyentes; nos advierte lo siguiente: “De modo que cualquiera que coma este pan y beba esta copa del Señor de manera indigna, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Cor.11:27).

Hoy recordamos un momento trascendental de la fe, cuando el Señor y sus discípulos tomaron la cena el día antes de su muerte en la cruz. Nunca debemos olvidar que Jesús murió en la cruz para que fuera posible nuestro perdón.

  1. Autoevaluémonos en una actitud de oración, si es necesario pidamos perdón y renovemos nuestro compromiso con el Señor.
  2. Al recordar que Jesús murió por nosotros, recordamos que debemos vivir para Él.

HG/MD

“Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo. El hombre, como la hierba con sus días: Florece como la flor del campo que, cuando pasa el viento, perece y su lugar no la vuelve a conocer” (Salmos 103:14-16).