Lectura: Filemón 1-25

Cuando tenía 15 años pensaba que las personas con más de 30 años eran “ancianas” ya que doblaban mi edad, pero cuando llegué a esa edad volví a pensar: “Ahora tengo 30, y seguramente me quedan 30 años más siendo productivo en mi trabajo, tengo que apresurarme a trabajar pues ya no tengo tanto tiempo”.

Sin embargo, en esos años conocí a un hombre que tenía muchos más años que yo y en su cabello ya peinaba muchas canas, así que le pregunté como había sido su vida luego de cumplir 60 años, y él me contó sobre las maravillosas oportunidades de servicio al Señor que había experimentado durante ese tiempo, lo cual me hizo cambiar totalmente mi perspectiva como persona al servicio de Dios.

En Filemón 9 el apóstol Pablo se refirió a sí mismo en un momento de su vida como “anciano”, ciertamente entendía que el tiempo había visitado su cuerpo: “siendo como soy, Pablo, anciano… intercedo ante ti en cuanto a mi hijo Onésimo a quien he engendrado en mis prisiones” (v.9-10).

Algunos estudiosos de las Escrituras consideran que el apóstol Pablo ya había pasado sus 50 años cuando escribió esta carta, y quizá para los parámetros actuales no calificaría como una persona de la tercera edad, pero para aquella época las personas tenían una expectativa de vida más corta, lo que lo calificaba como anciano, pero más importante que eso, es el hecho que aun estando en prisión y siendo de una edad considerable para aquel tiempo, seguía con su ministerio activo y compartiendo con otros las buenas nuevas.  Que ejemplo tan maravilloso de servicio y amor por la obra.

  1. Aunque llegue el momento en que nos aquejen las limitaciones que el tiempo nos traerá, lo que realmente importa es que sigamos ejerciendo, bajo nuestras posibilidades, el ministerio que el Señor nos encomendó, ser embajadores de su reino.
  2. El concepto de jubilación no existe en la vida cristiana, debemos continuar con nuestro trabajo como creyentes hasta que el Señor nos llame a su presencia y nos reciba en nuestro nuevo hogar celestial.

HG/MD

“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera; he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, el Juez justo, en aquel día. Y no solo a mí sino también a todos los que han amado su venida” (2 Timoteo 4:7-8).