Lectura: Hebreos 2:10-18

Es inevitable, todos en algún momento sentiremos los efectos dolorosos del pecado.  En ocasiones, debido a nuestra responsabilidad por haber fallado, y otras veces por haber sido lastimados por el pecado de otra persona quien nos engañó, abandonó, defraudó, ridiculizó o se burló de nosotros.

Muchas veces, el peso por la culpa de pecado hasta nos ha hecho no querer levantarnos de la cama.  A todo ello sumemos el mal que ha hecho el pecado en cada persona de nuestra familia, iglesia, vecindario, ciudad, estado, nación, y en el mundo, y a eso agreguemos la destrucción que ha producido el pecado a través de los siglos desde el inicio de la creación con Adán y Eva.

Esto es para que tengamos una idea de todo el peso y angustia que tuvo que soportar Jesús desde el Getsemaní por causa del pecado (Mateo 26:36-44), hasta terminar en la cruz del monte Calvario, el lugar donde su Padre lo abandonó debido a esa misma razón, el pecado por el cual estaba muriendo (Mateo 27:45-50).

El pecado puso a Jesús a prueba hasta lo sumo. Pero su amor lo soportó, su fuerza lo cargó y su poder lo derrotó. Gracias a la muerte y resurrección de Cristo, sabemos con toda seguridad que el pecado no triunfará y que tampoco puede hacerlo.

  1. Gracias Señor por tu amor inmerecido.
  2. Has que seamos conscientes del peligro y muerte que trae consigo el pecado. 

HG/MD

“Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos. Porque derramó su vida hasta la muerte y fue contado entre los transgresores, habiendo él llevado el pecado de muchos e intercedido por los transgresores” (Isaías 53:12).