Lectura: Gálatas 3:26-4:7

John Wesley (1703-1791) solía decir: “no tengo tiempo para tener prisa”. Y es que, si lo pensamos detenidamente, el tiempo tiene que ver con todo lo que hacemos.

Tan sólo basta con hacer un recorrido breve por la historia que precede a la venida de Cristo para darnos cuenta de que él vino en el momento preciso. Por ello es tan importante la declaración del apóstol Pablo: “Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4).

Siglos antes, Alejandro Magno había conquistado la mayor parte del mundo conocido e impuso así la cultura y el idioma griegos. Al borde de su deceso, el Imperio Romano continuó con la obra y expandió el territorio manteniendo la influencia griega.

La crucifixión mediante la cual Cristo derramó su sangre por nosotros, tuvo lugar durante el gobierno romano. Este gobierno también dispuso las cosas para que el evangelio se difundiera por los tres continentes: caminos buenos, fronteras territoriales sin restricciones de “pasaportes” y un mismo idioma. La providencia divina dispuso todas las piezas en su lugar para enviar a su Hijo en el momento oportuno.

  1. El tiempo de Dios siempre es perfecto en todo. Mientras esperas y tal vez te preguntas por qué parece que el Señor no actúa a tu favor, recuerda que está obrando entre bambalinas, preparando el momento correcto para intervenir.
  2. Él sabe qué hora es, por eso no tenemos tiempo para tener prisa.

HG/MD

“Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4).