Lectura: Génesis 2:18-25

Creo que a la gran mayoría le gustan las bodas, todo lo que gira en torno a ellas en felicidad, amigos, comida y el amor de las personas que están dispuestas a comprometerse para toda la vida, delante de los testigos e invitados que los acompañan y sobre todo ante Dios.

Y es que un matrimonio no es solo un frío contrato que podemos quebrantar pagando una indemnización.   Es un compromiso sin igual cuyo propósito explícito es vinculante hasta que la muerte separe a las partes (Mateo 19:6).  Aquellas hermosas palabras que acompañan las promesas: “para bien y para mal, en la riqueza y en la pobreza, en salud y en enfermedad”, les dan claridad a los novios quienes deben considerar verdaderamente la realidad de que no será fácil cumplir con los votos. Las circunstancias pueden cambiar y también pueden hacerlo las personas.

En el mejor de los casos, debemos decir que el matrimonio es complicado; abundan los desacuerdos y las adaptaciones difíciles. Si bien no deben vivirse relaciones abusivas y peligrosas, aceptar los problemas de la pobreza, de los inconvenientes y de las decepciones, puede producir felicidad. Un voto matrimonial es una obligación de amarse, honrarse y cuidarse mutuamente durante toda la vida, porque Dios nos pidió que así lo hiciéramos. El apóstol Pablo inspirado divinamente, lo escribe en Efesios 5:22-33.

  1. Las promesas hechas delante de Dios deben recordarnos nuestra dependencia de Él y nuestro deber de mantenernos fieles a ellas.
  2. Debemos amar a nuestras parejas aun cuando no tengamos el deseo de hacerlo.  El amor es una decisión.

HG/MD

“Y dijo: “Por esta causa el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne” (Mateo 19:5).