Lectura: Romanos 5:6-11

Sin duda, para el ser humano resulta muy difícil entender la profundidad del amor de Dios por nosotros, esto debido a nuestro orgullo, ya que la mayoría del tiempo no entendemos lo indignos que somos y lo gratuito de su amor.

En ocasiones tendemos a pensar con bastante orgullo, que nos hemos ganado el amor que recibimos de Dios.  El orgullo nos hace pensar que somos amados únicamente cuando somos amables, respetables y dignos.

Cuando no es el orgullo es el temor el que aparece, temor a ser rechazados si no somos lo suficientemente buenos o si nuestras motivaciones no son las más puras. Muchas veces vivimos con el temor a ser desenmascarados y que se revele quienes somos en realidad, que nuestra valía es menor que la que los demás creen.

Al hacer esto nos equivocamos, pues pensamos que nuestra relación con Dios y su amor por nosotros es un asunto de merecimiento y del desempeño que tengamos como hijos suyos; también al pensar de esta forma tendemos a ver a Dios como un ser gruñón que está buscando la mínima falla para castigarnos.

No obstante, la verdad es que Dios no te ama porque lo merezcas, Dios te ama a pesar de lo que eres. El apóstol Juan lo describe de la siguiente manera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en expiación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10).

  1. El amor de Dios por nosotros no depende de nuestras acciones, es un amor inmerecido a pesar de nosotros mismos, a pesar de que somos malos, malagradecidos e irrespetuosos. Esa simple pero poderosa verdad, aleja el temor y el orgullo de nuestras vidas.
  2. Nadie es tan malo como para que Dios no pueda mostrarle su amor.

HG/MD

“Nosotros amamos porque él nos amó primero.” (1 Juan 4:19).