Lectura: 2 Corintios 4:1-11

Se ha dicho que más que sus ejércitos bien preparados, uno de los motores del Imperio Romano fue el aceite de oliva que se usaba para múltiples funciones: en cosméticos, en el baño, como medicina, en ceremonias religiosas, en lámparas y por supuesto en la cocina.

Durante muchos años el aceite de oliva del sur de España fue uno de los bienes más preciados del imperio; este valioso líquido era transportado en barcos en vasijas de arcilla conocidas como ánforas.

Cuando el precioso líquido era consumido, estas vasijas eran desechadas pues no valía la pena su retorno, y uno de los llamados cementerios de ánforas era el Monte Testaccio, a las orillas del río Tiber.  Se ha calculado que en este lugar existen residuos de al menos 25 millones de ánforas, eran tantas que generaron una “colina” de fabricación humana; en el mundo romano antiguo, el valor de estas vasijas no residía en ellas mismas o en su belleza, sino en su contenido.

Los seguidores de Jesús del primer siglo, entendieron perfectamente cuando el apóstol Pablo ilustró la vida de cada creyente con una vasija: “…tenemos este tesoro en vasos de barro para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros” (2 Corintios 4:7).

Nuestros cuerpos son como las ánforas: temporales, frágiles y desechables.  En el mundo en el cual vivimos, se valora de sobremanera la temporal belleza exterior.  Como creyentes debemos recordar el principio de la temporalidad, al recordar que nuestro mayor tesoro es permitir que el Señor dirija nuestras vidas, reflejando ante otros el carácter y prioridades de Jesús.

  1. Somos tan sólo vasijas de arcilla, Jesús es el verdadero tesoro dentro de nosotros.
  2. Dejemos que otros den un vistazo a lo que nos hace diferente; Cristo en nosotros.

HG/MD

“Con todo, tenemos este tesoro en vasos de barro para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros.” (2 Corintios 4:7).