Lectura: Juan 3:13-18

Era la mañana del domingo de Pascua de Resurrección cuando un creyente se dirigía a su iglesia local, entonces se encontró con un amigo y le dijo: “¡Feliz Navidad!” Rápidamente se corrigió: “Perdón, quise decir: “¡Feliz Pascua!”. “No se puede tener la una sin la otra”, sonrió.

Si nos detenemos un segundo para pensarlo, esta es una verdad.  Sin natividad, no habría pascua. Y sin la resurrección, éste sería tan sólo otro día más. De hecho, ni siquiera estaríamos en la iglesia.

La natividad y la pascua son los recordatorios más gozosos del año para el creyente. En la primera, celebramos su encarnación, Dios quien se hizo carne y vino al mundo. «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito … » (Juan 3:16).

En la segunda, celebramos la resurrección de Jesús. “No está aquí, sino que ha resucitado”, dijo el ángel (Lucas 24:6). Desde el comienzo de los tiempos, estos dos días han estado intrínsecamente unidos en el plan maestro del Padre. Jesús nació para morir por nuestros pecados y conquistar la muerte para que pudiéramos vivir.

Ambos son esenciales y ambos son clara evidencia del amor del Padre por nosotros.  La natividad y la pascua, dos capítulos del mismo libro.

  1. Agradece porque Dios tuvo misericordia de nosotros al venir a esta tierra.
  2. Agradece porque nos amó, aunque no lo merecíamos.

HG/MD

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).