Lectura: 2 Samuel 12:1-14

Era un hombre de negocios de muy buena reputación, proveniente de una familia respetada y que además tenía mucho prestigio como empresario.  Su éxito como empresario era reconocido por todos los círculos de negocios; sin embargo, con el fin de incrementar las ganancias, empezó a dar instrucciones a sus fábricas para que bajaran la calidad de los productos.

Luego de ello, unos meses después de haber girado esta orden, uno de sus productos estuvo ligado a un accidente en el que murieron dos personas. Las investigaciones policiales concluyeron que la causa de aquella tragedia, se debía a la baja calidad de sus productos.  Los que lo conocían y admiraban, se preguntaron: “¿Cómo pudo haber sucedido eso?”

Posiblemente, esta misma pregunta fue la que se hicieron con respecto a David.  El era el rey, un hombre valiente, el héroe de muchos, conocido como una persona que tenía un corazón sensible hacia las cosas de Dios.

¿Cómo pudo usar su poder para tomar lo que no debía, la esposa de otro hombre, y luego, literalmente, enviar a morir al esposo de esta mujer, un hombre que estaba luchando las batallas del rey? Ese fue uno de los tantos problemas que encontramos en esta historia.

Al mirar los errores de otros, podríamos sentirnos mejor que ellos, pero si nos sentimos bien al compararnos con otros que han caído, es porque en realidad no nos conocemos.

La Palabra de Dios no nos habla de los pecados de David con el fin de que nos veamos mejor que él, o para que bajemos nuestras alertas morales, sino para estar muy atentos a los peligros y tentaciones que vendrán a nosotros en medio del camino, y que pueden estorbar nuestro andar con Dios.

  1. Las equivocaciones de otros nos deben hacer más conscientes de nuestras propias debilidades y de nuestra necesidad de la gracia de Dios.  Sólo al hacer esto nos daremos cuenta que somos 100% dependientes de la misericordia de nuestro Dios.
  2. Las palabras e historias contenidas en la Biblia, tan sólo reflejan la manera en la cual Dios nos ve.

HG/MD

“Quita mi pecado con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve.” (Salmos 51:7).