Lectura: Salmos 8:1-9

Estaba viendo un documental con respecto al Universo, en el cual compartieron una serie de datos que me hicieron sentir como si fuera menos que una hormiguita al lado de una gran ballena azul.

En este documental indicaron que el sol alrededor del cual gira nuestro amado planeta, es tan sólo una de los 400.000 mil millones de estrellas que tiene la Vía Láctea, la cual de por sí es solamente una de tantas galaxias que existen. Según la información que brindaron, el Universo se compone de alrededor de 40 mil millones de galaxias que todavía no terminamos de descubrir.

Si todas las estrellas en el Universo fueran del tamaño de un alfiler, llenarían por completo más de 3 mil millones de veces, uno de los grandes estadios de futbol del mundo.

Pero existe una realidad en cuanto a todos esos datos abrumadores, el Dios que creó y sostiene nuestro Universo repleto de galaxias, estrellas y planetas, en su incomprensible vastedad, nos ama.

Y no es que simplemente le agradamos de manera general, sino que Él nos ama de manera individual, tal como el apóstol Pablo lo afirma poniendo en evidencia nuestra insuficiencia para salvarnos a nosotros mismos: “…el Hijo de Dios quien me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

Desde un punto de vista astronómico, somos ciertamente insignificantes, pero desde el punto de vista de Dios, somos amados y objeto de su cuidado, ciertamente no tenemos ninguna razón para enorgullecernos, pero tampoco tenemos suficientes palabras para darle gracias a Dios por su misericordia.

  1. No tenemos nada de que presumir, excepto de que fuimos objeto del amor de Dios.
  2. Jesús mostró su amor por nosotros muriendo en una cruz que no merecía, y lo hizo para darnos vida sin merecerlo.

HG/MD

“Oh Señor, Dios nuestro, ¡cuán grande es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos” (Salmos 8:1).