Lectura: Juan 11:25‑26
Esperó cinco años. Cinco años aferrado a una ilusión, a una esperanza. Consumido casi de un frenesí, practicó durante cinco años la magia e hizo toda clase de conjuros y hechizos. Perseguía algo específico pero sin ningún resultado.
Por fin Jean Collet, de Bouchoir, Francia, fue al cementerio, desenterró el cajón y se llevó el cuerpo casi momificado a su casa.
¿Cuál era su ilusión? Tener a su querida esposa Catherine, que había muerto cinco años antes, a su lado. Por supuesto, intervinieron las autoridades y el cuerpo tuvo que ser regresado a su lugar.
No hay quien no desee o bien detener la muerte de un ser amado o resucitarlo en seguida que muere. El anhelo por la vida es una de las más profundas y arraigadas emociones del problemático y complejo ser humano.
Collet amaba entrañablemente a su esposa Catherine. Cuando ella murió, él no se resignó a perderla sino que se dedicó a la magia y la hechicería. Se rodeó de brujos y gurús. Él mismo practicó toda suerte de prácticas extrañas. Por momentos creía ver a su esposa entrar por la puerta de la casa, sana, sonriente y feliz. Todo, por supuesto, fue inútil.
¿Será que se pierde para siempre la esperanza de ver el rostro de un ser amado? ¿Cancela la muerte toda oportunidad de reunirnos de nuevo con los que se han ido? ¿No queda ya nada de los que han partido de esta vida? Para esa inquietud hay una respuesta firme. Hay esperanza de volver a ver otra vez a los seres queridos que han partido de esta tierra.
Jesucristo tuvo algo que decir sobre esto. Estas son sus palabras: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás» (Juan 11:25‑26). El problema de la desesperación es el problema del pecado. Cuando está resuelto el problema del pecado, está también resuelto el problema de la muerte.
Quien ha recibido de Cristo el perdón de sus pecados tiene la esperanza viva y segura de ver no sólo a sus amados que han dejado esta vida, sino también el rostro de su Salvador Jesucristo. Rindámosle nuestra vida al Señor Jesús. Él quiere ser nuestro Salvador.
UMC/HP