Lectura: Salmos 15:1-5
Cuando tengo que ir a un cementerio debido a la muerte de alguna persona, siempre me llama la atención ver las diferentes tumbas, sus ornamentos, estructuras y sobre todo los epitafios en cada una de ellas; una vez leí un epitafio que decía: “Aquí reposa un hombre honesto”.
Por supuesto, nunca conocí la vida de ese hombre, pero, como su lápida estaba inusualmente ornamentada, concluyo que fue una persona con recursos abundantes. Sin embargo, al margen de lo que haya logrado durante su vida, se le recuerda por una sola cosa: haber sido “un hombre honesto”.
El filósofo griego Diógenes pasó toda su vida investigando sobre la honestidad y, finalmente concluyó que era imposible encontrar a una persona con esa cualidad en toda la amplitud de su significado.
Los honestos son personas difíciles de encontrar en cualquier época, y ese rasgo es quizás uno de los más importantes que una persona puede tener. Sin duda, la honestidad no es la mejor política, sino la única, y la que distingue al hombre o la mujer que vive en la presencia de Dios. David escribe: “Oh Señor, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién residirá en tu santo monte? El que anda en integridad y hace justicia, el que habla verdad en su corazón” (Salmo 15:1-2).
Este salmo debe hacer que nos preguntemos: ¿Soy digno de confianza y honorable en todos mis asuntos? ¿Mis palabras suenan verdaderas? ¿Hablo la verdad en amor, falseo y tuerzo los hechos de vez en cuando, o exagero para enfatizar algo? Si la respuesta a la última pregunta es positiva, debemos dirigirnos al Señor con toda confianza y pedirle que nos perdone y nos dé un corazón honesto, para que la veracidad se convierta en una parte esencial de nuestra naturaleza. Aquel que comenzó la buena obra en nosotros, es fiel, y lo hará.
- Te pedimos Señor que sigas transformando nuestra vida para que sea más agradable ante Ti.
- Examinémonos cada día a la luz de las Escrituras.
HG/MD
“Estando convencido de esto: que el que en ustedes comenzó la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús.” (Filipenses 1:6).