Lectura: Isaías 17:7-11

Mientras disfrutábamos de un paseo por el campo pudimos ver que los granos que se habían sembrado empezaban a dar fruto.  Los terrenos estaban llenos de hortalizas, de colores y frescura, entre tanto, las fresas ya maduras estaban siendo recolectadas por personas arrodilladas en medio del rocío de la mañana.

Luego de algún tiempo el paisaje cambió y nos encontramos con una fábrica olvidada por el tiempo, llena de metal corroído y abandonado. La imagen fría y sin vida de la chatarra anaranjada que asomaba de la tierra, contrastaba tremendamente con los alegres verdes de las hortalizas.

Mientras que el metal no produce nada, el fruto crece, madura y nutre a los seres humanos hambrientos. Este contraste entre el fruto y el metal se asemeja a las profecías de Dios contra las ciudades antiguas como Damasco (Isaías 17:1, 10-11): “Porque te olvidaste del Dios de tu salvación […] la cosecha se esfumará en el día de la enfermedad y del dolor incurable”.

Esta profecía nos debe servir como una advertencia para nuestro mundo actual, ya que trata sobre el peligro y la inutilidad de pensar que podemos producir algo con nuestra propia fuerza. Separados de Dios, la obra de nuestras manos se convertirá en un montón de esfuerzo inservible. Sin embargo, cuando nos unimos al Señor en la obra de sus manos, Él bendice nuestro esfuerzo y provee alimento espiritual para muchos.

  1. Separados de Dios no somos nada.
  2. Unidos a Dios somos útiles para su obra.

HG/MD

“Yo soy la vid, ustedes las ramas. El que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto. Pero separados de mí nada pueden hacer” (Juan 15:5).