Lectura: Isaías 42:1-9
Al leer las palabras del profeta Isaías en los versículos 64:1-3: “¡Oh, si desgarraras los cielos y descendieras!… para dar a conocer tu nombre a tus adversarios”; vemos que se trataban de una súplica del profeta al Señor para que actuara como lo había hecho en el pasado, cuando Dios se le reveló directamente a Moisés sobre el monte Sinaí; este era su gran anhelo, que Dios volviera a repetir aquel tipo de acciones.
Pero lo que le costaba a Isaías entender era que ya Dios le había dicho que haría algo nuevo: “He aquí, ya sucedieron las cosas primeras; ahora les anuncio las cosas nuevas. Antes que salgan a luz, yo se las anuncio” (Isaías 42:9).
Lo nuevo que Él haría, sería enviar a Dios Hijo encarnado, quien efectivamente vino, aunque no en la época de Isaías, ni de la forma que él esperaba: “No gritará ni alzará su voz ni la hará oír en la calle” (Isaías 42:2); vino en la modesta forma de uno de nosotros, un bebé indefenso en medio de un lugar para animales (Lucas 2:7).
Seguramente podemos recordar con mucho cariño alguna situación en la cual Dios nos haya respondido de manera extraordinariamente oportuna, y seguramente al igual que Isaías queremos que Dios siempre responda a nuestras peticiones de la misma manera que consideramos buena para nosotros. Pero, ¿si Dios tiene otro plan que es perfecto para nuestra vida? ¿Estarías igual de satisfecho con su respuesta? Aceptar su voluntad no siempre es sencillo, pero siempre es lo correcto.
- Al recordar la humilde venida de nuestro Señor a esta tierra, recordemos también que eso era parte de su plan perfecto, esto cambió la historia del mundo a largo plazo, aunque posiblemente quienes vivieron durante ese tiempo no comprendieron la magnitud de lo que estaban viviendo.
- Las respuestas de Dios siempre excederán nuestras expectativas, nuestra parte es aceptar su voluntad.
HG/MD
“No se conformen a este mundo; más bien, transfórmense por la renovación de su entendimiento de modo que comprueben cuál sea la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:2).