Lectura: 1 Samuel 3:1-14

Josué, un precoz niño de 2 años que miraba a su mamá hornear unas galletitas, preguntó con la esperanza de les dijeran que sí: “¿Me puedo comer una, por favor?  “No antes de cenar” – contestó la madre.  Josué se fue corriendo a su cuarto con los ojos llenos de lágrimas, y más tarde reapareció con el siguiente mensaje: “Jesús me dijo que me puedo comer una galleta ahora”, “Pero Jesús no me lo dijo a mí” – respondió la madre, a lo que Josué replicó: “No debes haber estado escuchando”.

Por supuesto la motivación del niño era errónea y necesitaba una corrección para que entendiera que el daño que nos hace el mentir, pero tenía algo en lo cual podemos pensar, específicamente en dos cosas: Dios anhela hablarnos y nosotros tenemos que escuchar.

En 1 Samuel 3, otro joven aprendió esos mismos principios eternos.  Cuando Samuel siguió el consejo de Elí y oró: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”, estaba abierto a recibir el poderoso mensaje de Dios (1 Sam.3:9).  Al igual que Samuel, nosotros ansiamos escuchar a Dios hablarnos, pero muchas veces no discernimos Su voz.

Dios habló a Samuel audiblemente.  Hoy nos habla por Su Espíritu a través de las Escrituras, por medio del consejo de otras personas que buscan la voluntad de Dios y a través de las nuestras circunstancias.  Sin embargo como resultado de la negligencia y de una actividad incesante, algunos de nosotros nos hemos vuelto “sordos”.  Necesitamos un “audífono espiritual”.  En la oración de Samuel hay uno: “Habla Señor, que tu siervo escucha” (1 Sam.3:10).  Esa actitud humilde es una verdadera ayuda para los que están espiritualmente sordos.

  1. Dios habla por Su Palabra, entonces dedica un tiempo a escucharle.
  1. ¿Cuán dispuesto estás a entender y atender, cuando una persona que sabes que es centrada espiritualmente, te comenta algo en lo cual puedes mejorar?

NPD/JEY