Era la peor noche de su vida

por | Jul 25, 2018 | Devocionales | 0 Comentarios

Lectura: Juan 9:1-12

Era la peor noche de su vida, su bebé estaba muy enfermo en el hospital luchando por obtener cada bocanada de aire que respiraba, era un bebe prematuro de 6 ½ meses y tenía una neumonía, la cual lo ponía al filo de la muerte.  Los médicos, enfermeras y su familia, aconsejaron a la joven pareja para que fuera preparando lo necesario, pues creían que aquella sería la última noche de su bebé.

Algunos amigos y familiares, incluso llegaron a decir que mejor no hubiera nacido, o que debían dejarlo morir en lugar de hacerlo pasar por todos los procedimientos invasivos por los que había pasado el pequeño.  Algunos se atrevieron a expresar que debieron haber detenido aquel embarazo.

¿Por qué alguien diría algo así?  ¿Tan sólo porque ese pequeño llamado Juan, tenía síndrome de Down?  No había sido su culpa ni la de sus padres, solamente venía con un cromosoma de más y tendría que enfrentar dificultades adicionales el resto de su vida.

No obstante, ¿no es la vida de Juan igual de valiosa que la de cualquier otro niño sin ese cromosoma de más?  ¿Acaso, no somos todos iguales ante los ojos de nuestro Creador?  ¿No somos todos deficientes de alguna manera?  La realidad es que somos imperfectos, y eso debería ser suficiente para que no nos creamos con el derecho de juzgar la valía de nuestro prójimo.

Nuestras imperfecciones son oportunidades para que Dios obre en nuestras vidas.  Eso fue lo que le dijo nuestro Señor a sus discípulos, cuando ellos le preguntaron la razón por la que un hombre había nacido ciego.  Él les dijo: “…No es que este pecó, ni tampoco sus padres. Al contrario, fue para que las obras de Dios se manifestaran en él” (Juan 9:3).

  1. Hoy día, el bebé de la historia es un adulto y trabaja con todo su amor para la obra del Señor, y tú que dices ser “normal”: ¿trabajas con todo tu corazón para el Señor?
  2. Si Dios no tuviera un propósito para nosotros, el cual es servirle a Él, no estaríamos aquí.

HG/MD

“A nuestro Dios y Padre sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Filipenses 4:20).

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