Arqueologia e Historia
Estaban buscando el pasado. Crearon el presente.
Autor: ANDREW LAWLER
Los actuales líderes israelíes no se equivocan acerca de la importancia de Jerusalén para el estado de Israel.
«Está demostrado sin lugar a duda que Jerusalén es la arteria principal de nuestra conciencia nacional», dijo el antiguo primer ministro israelí Benjamín Netanyahu en 2017. «La raíz del sionismo está en Sión».
Sin embargo, no siempre fue así. En los primeros años del movimiento sionista, la diáspora judía consideró recrear una madre patria en muchos lugares, desde Estados Unidos hasta Uganda. Palestina estaba en la lista, pero muchos sionistas, que tendían a ser seculares, veían a Jerusalén como un lugar atrasado y supersticioso: exactamente lo contrario a la nación socialista de pensamiento progresista que imaginaban.
La historia de cómo eso cambió comienza, para nuestra sorpresa, con un ministro congregacionalista de Connecticut del siglo XIX llamado Edward Robinson.
Cuando Robinson visitó Alemania en la década de 1830, le impactó la disciplina de la crítica bíblica que entonces florecía en las universidades protestantes de ese país. En vez de tratar las Escrituras como revelación divina, los académicos alemanes sometían la Biblia a la misma crítica textual a la que sometían otros documentos antiguos.
A Robinson le preocupaba mucho que estos académicos estuvieran poniendo en duda lo que él estimaba como la verdad revelada de las Escrituras. Le preocupaba que esa enfermedad teológica se expandiera desde Alemania hasta la Universidad de Harvard, de mentalidad liberal, y desde ahí infectase a los cristianos estadounidenses.
Para combatir esta tendencia, a Robinson se le ocurrió la innovadora idea de demostrar la veracidad de los lugares, los nombres y los sucesos descritos en las Escrituras. Utilizaría las herramientas de la ciencia para oponerse a lo que él veía como una grave amenaza para la fe cristiana. Así pues, en 1838 llegó a Jerusalén armado con una brújula, una cinta de medir, un telescopio y el Libro Santo como guía.
«Desde mi primera infancia he leído y estudiado las diferentes ubicaciones dentro de este lugar sagrado; ahora las observo con mis propios ojos», escribió más adelante. «Y todas me parecen familiares, como si fueran la realización de un antiguo sueño».
Su objetivo específico era ubicar lo que él llamaba «los restos indisputables de la antigüedad judía». Esperaba ver algunas evidencias del reino de Salomón. O, al menos, de Herodes el Grande. No se trataba de una tarea sencilla, dado que los romanos destruyeron Jerusalén en el año 70 d.C. y después siguieron siglos de guerra, cambios de régimen y agitación religiosa.
Le decepcionó lo que encontró; o, más bien, lo que no encontró.
«La gloria de Jerusalén realmente se ha esfumado», escribió. En aquel momento se trataba de un pequeño pueblo coronado con los santuarios de las tres fes, sometido durante mucho tiempo bajo el gobierno de los turcos otomanos.
Sin dejar que esto lo intimidara, exploró la ciudad y los campos que la rodeaban para buscar coincidencias entre los nombres de los edificios, los pozos y las aldeas que hicieran eco de la nomenclatura utilizada en la Biblia. Quería hacer un mapa de Tierra Santa, ubicando los lugares de las Escrituras en la geografía contemporánea.Article continues below
Cuando regresó a Nueva York en 1841, Robinson y su colaborador Eli Smith publicaron un libro con el rimbombante título Biblical Researches in Palestine, Mount Sinai and Arabia Petraea [Investigaciones bíblicas en Palestina, el monte Sinaí y Arabia Pétrea]. En él expusieron su defensa de la exactitud geográfica de la Biblia.
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Edward Robinson.
El volumen no fue, quizá, un éxito de ventas, pero hubo gente que lo adquirió a ambos lados del Atlántico. Para algunos no solo era un libro interesante, sino que estaba inspirado por lo divino.
«Estaban obedeciendo un impulso de lo alto», escribió un reseñista británico. «Jehová quería que ellos fueran testigos de su verdad».
Ya sea o no que su viaje haya sido guiado por lo divino, este novedoso matrimonio entre la ciencia y la religión resultó ser irresistible para millones de creyentes cristianos. También colocó de nuevo a Jerusalén en el mapa físico para los occidentales en un momento en que los barcos de vapor y los trenes se estaban haciendo más accesibles. Robinson y Smith habían establecido las bases para «una empresa política, religiosa y académica totalmente nueva en Tierra Santa», señala el historiador Neil Asher Silberman.
Se trató de una empresa que daría una forma nueva a Oriente Medio.
Uno de los inspirados por Robinson fue un misionero de los Discípulos de Cristo de Virginia llamado James Turnes Barclay. Después de instalarse en Jerusalén en 1851, escuchó «historias maravillosas sobre sus pasajes subterráneos, galerías y salones». Un oficial otomano aseguró a Barclay que bajo la ciudad estaban «los magníficos restos subterráneos de los fabulosos palacios de los reyes David y Salomón, y otros tantos monarcas de los tiempos antiguos».
Barclay no encontró a muchos judíos interesados en convertirse al cristianismo, así que se dedicó a explorar a escondidas varias cuevas y a escribir un popular libro sobre sus aventuras.
Doce años después, en 1863, el sultán otomano de Estambul emitió la primera licencia para excavar en Jerusalén. Fue expedida a nombre de un senador francés llamado Louis Félicien de Saulcy.
De Saulcy, católico devoto y confidente del emperador francés Napoleón III, pronto descubrió un antiguo sarcófago en las Tumbas de los Reyes (el complejo funerario más grande de la ciudad) ubicado justo al norte de la Ciudad Vieja amurallada. A pesar de las quejas de los judíos de Jerusalén, que lo acusaron de robar las tumbas de sus antecesores, el francés declaró que había descubierto los huesos de una antigua reina de Judea y los envió por barco al Louvre. Más tarde se demostró que su afirmación era falsa; sin embargo, la exhibición del primer supuesto artefacto bíblico del mundo resultó ser una sensación para el público.
Para no ser superados por sus rivales católicos franceses, los protestantes británicos rápidamente organizaron una Fundación para la Exploración de Palestina para traer sus hallazgos bíblicos al British Museum. Su explorador estrella era un oficial militar anglicano llamado Charles Warren, que también resultó ser un devoto masón fascinado con el templo de Salomón.
Los estudiosos suponían que este templo —que se decía que había sido destruido por los babilonios en el 586 AEC— alguna vez se había erigido en la acrópolis de la ciudad. Los musulmanes llamaban a este amplio rectángulo sostenido por enormes muros de piedra el Noble Santuario, mientras que los judíos lo conocían como el Monte del Templo. Cavar en lo que había sido durante tanto tiempo el tercer lugar más sagrado del islam estaba estrictamente prohibido, así que Warren hizo túneles alrededor del enorme recinto amurallado, utilizando en ocasiones dinamita para apartar los obstáculos subterráneos.
Esto le ayudó poco a hacerse querer por los árabes musulmanes, quienes sospechaban —plausiblemente— que el inglés estaba intentando socavar su lugar sagrado.
Muy pronto, los residentes en Jerusalén presenciaron un inesperado efecto secundario de todas estas excavaciones: los turistas. Rebaños de visitantes —la gran mayoría, protestantes estadounidenses— comenzaron a acudir en manada a la ciudad.
Al igual que Robinson, los primeros visitantes occidentales a menudo se encontraban decepcionados por la Ciudad Santa. La mayoría de judíos hablaban árabe, y los imanes musulmanes empujaban a los sacerdotes cristianos en los estrechos pasadizos. El lugar no se parecía en nada a la Jerusalén de la que habían aprendido en la escuela dominical. Una guía de viajes de la época les advertía a los visitantes que quedaba poco de la «antiguamente famosa capital del imperio judío».
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Túneles subterráneos en Jerusalén.
Los occidentales estaban más felices bajo tierra. Los túneles de Warren, que exponían caminos y habitaciones de los días de Herodes el Grande, se convirtieron en atracciones importantísimas, satisfaciendo el apetito de los turistas acerca de cómo «se suponía» que Jerusalén debía ser.
Los arqueólogos alemanes y rusos no tardaron en unirse a los británicos y franceses en la búsqueda de pruebas del antiguo pasado judaico. Estos exploradores buscaban algo más que una prueba del papel bíblico de Jerusalén. También querían desenterrar restos que fueran tanto espiritual como materialmente valiosos. En 1909 un aristócrata británico llamado Montagu Brownlow Parker incluso reunió a un equipo de físicos, ingenieros y descifradores de códigos provenientes de Europa para buscar los tesoros del templo —incluyendo el arca de la alianza—, de los que los rumores decían que se encontraban enterrados bajo la ciudad.
Parker estimó que los artefactos tendrían un valor de 5700 millones de dólares según el cambio vigente. Él y su peculiar equipo de excavación hicieron túneles durante dos años, pero no consiguieron encontrar nada más que unos pocos fragmentos de cerámica. Desesperados por pagar a los inversores, usaron sobornos para obtener acceso a la Cúpula de la Roca del Noble Santuario. Al ser descubiertos cortando la piedra sagrada que hay debajo de la cúpula, el equipo tuvo que huir para salvar sus vidas. Pronto corrió el falso rumor de que se habían escapado con las riquezas de Salomón. El incidente amargó tanto a los árabes musulmanes, como a los exploradores occidentales y a los gobernadores otomanos de la ciudad. El escándalo subsecuente casi acabó con el gobierno otomano en Estambul.
Los judíos europeos tampoco estaban contentos con los trabajos de excavación en curso. Desde su punto de vista, los cristianos estaban intentando fugarse con importantes restos de su legado.
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Montagu Parker en Jerusalén.
«Nosotros, que deberíamos ser la parte más interesada en estas excavaciones arqueológicas, no hacemos casi nada en este campo y lo dejamos a quien sea que lo quiera: alemanes, americanos, británicos», se quejaba un escritor en un artículo de un periódico ruso-judío de 1912.
Edmond de Rothschild, un banquero judío francés, comenzó su propia expedición para encontrar el arca de la alianza en 1913. Fue el primer judío en liderar una obra de este tipo en Tierra Santa. Rothschild, que también trabajó para asentar a judíos europeos desplazados en Palestina, estaba deseoso por superar a los cristianos en la búsqueda de los antiguos tesoros judíos.
«Las excavaciones me importan un bledo», le contó a un amigo. «Son las posesiones lo que cuenta».
Esa excavación terminó sin éxito cuando estalló la Primera Guerra Mundial al año siguiente. Aun así, la atención derramada sobre la Jerusalén subterránea por los primeros exploradores occidentales —y la extraordinaria cobertura periodística que acompañó a cada descubrimiento— nutrieron un interés creciente por la ciudad entre aquellos judíos que buscaban una tierra independiente para su pueblo.
Para cuando los británicos arrebataron la ciudad a los otomanos en 1917, los judíos occidentales veían los antiguos sitios arqueológicos de Jerusalén como algo más que simples lugares de oración. Se convirtieron en símbolos de una nación judía. Y lo que había comenzado como un esfuerzo cristiano para probar la veracidad de la historia bíblica dio pie a los comienzos del estado de Israel.
En los albores de la Segunda Guerra Mundial, los británicos cedieron el territorio a las Naciones Unidas, y así nació el estado de Israel. Para entonces, en medio de las secuelas del Holocausto, muchos judíos sintieron un profundo deseo de hacer de Jerusalén su capital.
Después de 1967, cuando Israel arrebató la Antigua Ciudad a las fuerzas árabes, las excavaciones continuaron, pero bajo el auspicio del gobierno israelí. Estas se habían concentrado en el pasado judío, y los políticos israelíes a menudo han citado la arqueología para reclamar todo Jerusalén como territorio israelí. Esto ha levantado quejas, provocado protestas y azuzado revueltas de parte de los palestinos que consideran suya la Ciudad Santa.
La búsqueda de la Jerusalén bíblica comenzada por Robinson continúa provocando controversias políticas y religiosas. De hecho, es esta misma búsqueda la que ha hecho que Jerusalén sea la disputada ciudad que es hoy día.
Andrew Lawler es el autor de Under Jerusalem: The Buried History of the World’s Most Contested City.
Traducción por Noa Alarcón.
Edición en español por Livia Giselle Seidel.
Fuente: https://www.christianitytoday.com/