Lectura: Juan 20:19-29

El mismo día que el Señor resucitó, se les apareció a Sus discípulos, mostrándoles sus manos y pies.  Era tanto su asombro y gozo que les resultaba difícil creer lo que estaban viendo, porque parecía demasiado bueno para ser cierto (Lucas 24:40-41).

En ese primer reencuentro, Tomás no los acompañaba, por lo que por supuesto le resultó muy difícil creer lo que sus amigos le estaban diciendo.  En un acto de gracia, Jesús se les vuelve a parecer y para que Tomás se convenciera, lo invita a poner sus dedos en los espacios que habían dejado los clavos en sus manos y pies. Al ver esto Tomás exclama: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20:28).

Al compartir sus sufrimientos con los habitantes de Filipos, el apóstol Pablo les dice que había llegado al punto de considerar que todo lo que no estaba ligado a su amado Jesús, no tenía ningún valor, debido a “lo incomparable que es conocer a Cristo Jesús mi Señor” (Filipenses 3:8).

Ciertamente, ni tu ni yo hemos tenido el privilegio de ver a Jesús calmar una tormenta con su voz, o hemos visto al Maestro resucitar a alguien de la muerte.  No obstante, y por medio de la fe, nosotros sí hemos experimentado el mayor de los milagros, haber sido salvos por medio de Su muerte en la cruz por amor a nosotros.  Y es por esta sencilla pero poderosa razón que podemos decir al igual que Tomás y Pablo, que Jesús es nuestro Señor y Salvador.

  1. ¡Bienaventurados los que no ven y creen! (Juan 20:29).
  2. Si aún no has depositado tu fe en Jesús, puedes iniciar hoy; así tú también podrás decirle: “¡Señor mío y Dios mío!”.

HG/MD

“Jesús le dijo: ¿Porque me has visto, has creído? ¡Bienaventurados los que no ven y creen!” (Juan 20:29).