Lectura: Santiago 3:1-12

Un amigo me contó una anécdota sobre un expresidente de los Estados Unidos, su nombre era Harry Truman (1884-1972); se decía que él tenía una regla muy particular: toda carta escrita con enojo debía permanecer en su escritorio durante 24 horas antes de ser despachada. Si al final de ese período de “enfriamiento” sus sentimientos no habían cambiado, la mandaba.   Se dice que al final de su vida, las cartas que no había enviado llenaban un cajón grande del escritorio.

Vivimos en la era de la inmediatez, ¡cuánta vergüenza nos ahorraríamos con tener tan sólo 5 segundos de sabio domino propio!  En parte es por esta razón que ahora algunas plataformas permiten “editar” o “borrar” los mensajes enviados.

En su carta, Santiago nos habla de un tema recurrente en la historia humana al escribirnos sobre el daño que puede producir una lengua descontrolada: “ningún hombre puede domar su lengua; porque es un mal incontrolable, lleno de veneno mortal” (Santiago 3:8).

Cuando hablamos con otros sobre situaciones de personas que no están presentes mostrando con ello una mala intensión, o al hablar sin controlar nuestro vocabulario o con ira, sin lugar a duda manifestamos una forma de proceder que no se encuentra dentro de los parámetros que Dios desea.

Ya se trate de nuestra lengua o de nuestros dedos en el teléfono inteligente, es conveniente que permanezcan con más frecuencia en silencio y sin movimiento; haciendo esto lograremos tener un corazón más agradecido por el dominio propio que Dios provee. Muy a menudo, cuando hablamos, les recordamos a los demás cuán caídos estamos los seres humanos.

  1. Si queremos dar buen testimonio a los demás marcando diferencia como lo hizo Jesús, tenemos que controlar nuestra lengua.
  2. Las personas a nuestro alrededor se dan cuenta cuando honramos a Dios con lo que decimos o dejamos de decir.

HG/MD

“Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Santiago 3:18).