Lectura: Santiago 2:1-10
Hace algún tiempo leí una encuesta sobre prejuicios en el trabajo, la cual brindaba datos muy desalentadores: el 84% de los empleadores señaló que dudarían en contratar a alguien calificado, pero de edad avanzada; el 64% afirmó que debería permitírseles a las empresas contratar gente según su apariencia; y que la brecha salarial entre hombres y mujeres que realizan un mismo trabajo en las mismas condiciones ronda un entre un 25% a 15% a favor de los hombres. Todos estos son ejemplos claros de prejuicios inaceptables.
Prejuzgar no es nada nuevo. Ya se había infiltrado en la iglesia primitiva y Santiago trató el tema de forma directa. Con valor profético y corazón de pastor, escribió: “Hermanos míos, tengan la fe de nuestro glorioso Señor Jesucristo sin hacer distinción de personas” (Santiago 2:1).
Además de ello, nos brindó un ejemplo de este tipo de prejuicio: favorecer a los ricos e ignorar a los pobres (vv. 2-4). Esta forma de proceder no era coherente con la fe en Jesús sin parcialidad (v. 1), traicionaba la gracia de Dios (vv. 5-7), violaba la ley del amor (v. 8) y era pecado (v. 9).
La respuesta ante la acepción de personas es seguir el ejemplo de Jesús: amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos. No estamos diciendo que vamos a aceptar el pecado en la vida de otras personas, lo que debemos hacer cuando discrepamos es compartir respetuosamente nuestro punto de vista basado en las Escrituras, a fin de dialogar sobre las situaciones con las que no estamos de acuerdo.
- Podemos derrotar el pecado de prejuzgar cuando permitimos que el amor de Dios se exprese plenamente en nuestra manera de amarnos y tratarnos unos a otros.
- Los prejuicios siempre serán una excusa para no dialogar sobre las diferencias, es necesario investigar y hablar claramente antes de llegar a conclusiones.
HG/MD
“Hermanos míos, tengan la fe de nuestro glorioso Señor Jesucristo sin hacer distinción de personas” (Santiago 2:1).