Lectura: Efesios 4:11-16

Una de las maravillas que podemos encontrar en este mundo son los árboles, y más si tenemos la dicha de sembrar uno.  Ver cómo una pequeña semilla, con los años, las estaciones y a pesar de las circunstancias, llegue a crecer tan alto con un edificio, ser testigo como sus ramas, su tronco y raíces son fuente de vida y sustento para muchas otras especies que viven en su entorno, es más que sorprendente.

Lo mismo sucede con lo que emprendemos en nuestra vida, quizás hayamos plantado, regado y cuidado con gran esmero ese “árbol”, que con el tiempo lo vemos crecer y madurar hasta convertirse en uno que da frutos, por ejemplo, años de estudio, nos depararán un buen empleo, o para los que les gusta la música o alguna expresión artística, con los años y la práctica mejorarán sus técnicas y podrán entregar al mundo hermosas obras de arte.

Con los años también he recibido noticias de personas en las cuales invertí parte de mi tiempo y mi vida, me alegró enterarme de que han madurado y sirven al Señor en diferentes áreas y todo ello sin ninguna ayuda de mi parte.  Esto es un recordatorio de las palabras que utilizó el apóstol Pablo a los Corintios: “Yo planté, Apolos regó; pero Dios dio el crecimiento” (1 Corintios 3:6).  Plantamos buenos principios y cuidamos las vidas de personas que Dios permite que transiten en nuestro camino por algún tiempo, pero finalmente Dios es el encargado de dar el crecimiento a las personas y usarles para llevar a otros sus buenas noticias, repitiendo el ciclo de sembrar y cuidar. (1 Corintios 3:7).

El teólogo alemán Helmut Thielicke (1908-1986) dijo las siguientes palabras: “El hombre que no sabe cómo soltar las riendas, que desconoce el gozarse con confianza y sosiego en Aquel que lleva a cabo Sus propósitos sin nuestra participación (o también mediante o a pesar de nosotros), en Aquel que hace crecer los árboles […] ese hombre, en su vejez, no se convertirá en otra cosa que en una criatura miserable”.

  1. Entonces, ¿qué esperas? nunca será tarde para sembrar uno o dos “arbolitos”, verlos crecer y cuidarlos, es una experiencia sin igual.
  2. El discipulado cambia vidas, al compartir tu tiempo creces como persona, y a la vez eres testigo de cómo Dios hace crecer sobrenaturalmente Su vida en la de otro (Juan 3:30).

HG/MD

“Así que, ni el que planta es algo, ni el que riega; sino Dios, quien da el crecimiento.” (1 Corintios 3:7).