Lectura: Mateo 2:13-21
No sé si te ha pasado que existen momentos en los que pensamos que la tormenta ya pasó, que las malas experiencias son cosas del pasado, pero de repente sucede algo peor de lo que acabamos de superar, todo vuelve a cambiar nuevamente y nos damos cuenta de que el peligro aún no ha pasado.
Menciono como ejemplo esta situación, para que nos ayude a imaginarnos cómo se habrá sentido la familia de José cuando él, María y su pequeño hijo iban hacia Egipto. Herodes, un problema muy real, los amenazaba con su deseo de matar al niño. Imagina lo asustados que estaban ya que sabían que Herodes iba a buscar al niño para matarlo (Mateo 2:13).
Por lo general, tenemos una perspectiva más idílica de la primera Navidad: de que todo lo peor había pasado, que el recuerdo de la incomodidad del pesebre era una cosa superada y que ahora todo estaba envuelto en sueños y anhelos de un futuro mejor y pacífico.
No obstante, la familia de Jesús no estaba en paz mientras procuraba escapar del horror de Herodes. Sólo cuando un ángel les dijo que no había peligro, salieron de Egipto para volver a su casa en Nazaret (Mateo 2:20-23).
Piensa en el asombro que debería producirnos la encarnación: Jesús, quien disfrutaba de la majestad del cielo en compañía de su Padre, dejó todo de lado para nacer en la pobreza, enfrentar muchos peligros y ser crucificado por nosotros. Salir de Egipto es una cosa, pero dejar el cielo por nosotros… ¡esa sí que es la parte extraordinaria y asombrosa de esta historia!
- Los problemas pasan, pero nuestra esperanza está puesta en la eternidad con Jesús.
- Gracias Señor por dejar tu trono para venir a morir y resucitar por nosotros inmerecidamente.
HG/MD
“Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce perseverancia, y la perseverancia produce carácter probado, y el carácter probado produce esperanza. Y la esperanza no acarrea vergüenza porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado; porque, aun siendo nosotros débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos” (Romanos 5:3-6).