Lectura: Deuteronomio 30:15-20
Hace algún tiempo me senté a conversar con uno de mis amigos de adolescencia, y recordamos todas las cosas que hacíamos cuando estábamos en esa etapa de la vida.
Por ejemplo, como jóvenes pasábamos mucho tiempo quejándonos de las reglas o límites que nos imponían en nuestras casas. Pero, ahora al pensarlo con la madurez que dan los años, tuvimos que admitir que estábamos muy equivocados.
Nuestros padres no nos cobraron por vivir en sus casas o por los alimentos y la ropa que usábamos, el único precio que nos exigían era la obediencia. Tan sólo teníamos que obedecer, seguir las instrucciones, ser amables, decir la verdad, e ir a la iglesia.
Por supuesto, verdaderamente nada de eso era difícil, pero a esa edad, nos costaba mucho ser sumisos. En nuestras mentes juveniles esas reglas las habían creado para perjudicarnos, sin embargo, puedo decir que incluso algunas de ellas eran para protegernos de nosotros mismos.
El precio de vivir en la tierra prometida era el mismo: obediencia. En su último discurso a la nación, Moisés les recordó a los israelitas que las bendiciones que Dios quería concederles dependían de su obediencia (Deuteronomio 30:16). Anteriormente, les había dicho que la obediencia determinaría que les fuera bien en la vida: “Guarda y obedece todas estas palabras [para…], te vaya bien a ti, y a tus hijos después de ti, para siempre” (12:28).
Algunos tienen la idea de que la Biblia es un libro de reglas para arruinar la diversión. Pero no hay nada más alejado de la realidad, su objetivo es que entendamos que el plan de Dios y sus mandatos son para nuestro beneficio; nos permiten vivir en paz unos con otros.
- La obediencia es, sencillamente, el “precio” de formar parte de la familia de Dios en este glorioso planeta que Él creó al cual nos permite llamar hogar.
- Ser obediente te aleja del mal y te acerca a los objetivos que Dios tiene para ti.
HG/MD
“Guarda y obedece todas estas palabras que yo te mando, para que cuando hagas lo bueno y recto ante los ojos del Señor tu Dios, te vaya bien a ti, y a tus hijos después de ti, para siempre” (Deuteronomio 12:28).