Lectura: Mateo 28:1-10, Romanos 6:23

 

Un carpintero de un pequeño pueblo fue condenado a muerte, siendo inocente.  Mientras caminaba a su lugar de muerte, con poca ropa, bajo el sol, podía mirar cómo pisaba las gotas de sangre que caían junto al sudor de su frente.  Custodiado por soldados como el más vil criminal de la época, parecía el evento más importante de su pueblo, todos estaban en las calles a la expectativa de su muerte.  Él podía mirar a los lados y reconocía rostros de personas que alguna vez fueron paralíticos y que ahora caminaban, de personas que alguna vez fueron ciegos y ahora podían ver, de personas que alguna vez fueron sordos y ahora podían escuchar, reconocía el rostro de mujeres que alguna vez fueron prostitutas, reconocía personas en la multitud que alguna vez fueron leprosos y no podían ser parte del gentío, reconoció el rostro de una mujer que le siguió todo el sangriento camino hasta el lugar de su muerte.  Al estar en el suelo, con sus manos atadas al madero, su espalda flagelada le recuerda nuevamente el dolor del látigo y el flagelo sobre sí.  No puede escuchar las voces burlescas de los soldados, sólo los gritos de quienes lo aman, sólo puede escuchar a su madre gritar por él, hasta que todo se convierte en silencio.  La sangre salpica su cara nuevamente, Jesús ha sido clavado en una cruz, y exhibido ante los que una vez alimentó.  Cada vez se debilita más, pasa el tiempo y su respiración se dificulta.  Sin decir una palabra, Jesús fue obediente a su Padre, está muriendo en una cruz pensando en mí y en usted.  Está por cargar con mi pecado y el pecado del mundo, levanta su rostro irreconocible al cielo y dice con un último grito: “¡Padre, a ti encomiendo mi alma!”.  Un río de sangre se mezcla con el agua llovida y corre hasta los pies de la multitud.  La sangre de Cristo ahora estaba bajo sus sandalias.  La gente podía recordar cuando el Señor pide a Moisés: “Quítate tus sandalias porque estás pisando tierra santa”; sin embargo, en cambio, ahora ellos pisaban la sangre de Jesús.

 

Tres días después Jesús resucita para vencer el poder de la muerte, para vencer al pecado, y todos aquellos que creyeron en su persona, quienes clamaron por salvación a través de su nombre han sido resucitados con él.  De la muerte a la vida, del poder del pecado al poder de su sangre derramada por mí.

 

Jesús no hizo nada al azar, Jesús derramó su sangre y no fue en vano, pagó mi deuda, me liberó de la muerte y me hizo partícipe de su Gloria como uno de sus hijos.  El me compró, el precio que pagó por mí fue su dolor, su humillación, toda su sangre, siendo Jesús no sólo inocente, sino Rey de Reyes y Señor de Señores.

 

1. Glorifica hoy a nuestro Señor y si aun no les has entregado tu vida, hoy puede ser el inicio del resto de tu vida, una vida eterna con nuestro Señor.

 

2. Recuerda el altísimo precio del rescate.

 

ACG

Especial: Devocionales Semana Santa