Lectura: 1 Tesalonicenses 2:3-9

Una vez mi esposa y yo recibimos una llamada, mediante la cual nos indicaron que habíamos sido los afortunados ganadores de un fin de semana en un hotel de playa todo incluido. En ese momento nos dijeron que lo único que teníamos que hacer era presentarnos en un determinado restaurante para hacer efectivo el premio.  Por supuesto, las cosas no fueron tan fáciles como creíamos, ya que cuando llegamos al lugar nos dijeron que adicionalmente teníamos que oír una charla de 90 minutos sobre un programa de beneficios hoteleros; como ya estábamos ahí nos quedamos, y al final de la charla nos insistieron que debíamos comprar una membresía mensual que nos daría muchas regalías y que luego de firmar podríamos recibir el “regalo” de la semana de estadía en aquel hotel todo incluido; nuestra respuesta fue no y por supuesto nuestros planes de fin de semana se esfumaron.

Al recordar esa vivencia, nos preguntamos cuál fue la razón por la cual soportamos aquella experiencia que pasó de ser una simple recepción de un premio, que nos habían dicho que sólo duraría 5 minutos, a una presentación de ventas que duró más de 3 horas.  ¿Qué nos motivó? Queríamos ser amables, pero muy en el fondo admitimos que estábamos motivados por la codicia.

En nuestro servicio para el Señor también se pueden colar las motivaciones equivocadas.  Pablo estaba muy consciente de esta realidad cuando le escribió a sus lectores en cuidad de Tesalónica: “Porque se acuerdan, hermanos, de nuestro arduo trabajo y fatiga; que trabajando de día y de noche para no ser gravosos a ninguno de ustedes les predicamos el evangelio de Dios” (1 Tes.2:9).  Pablo tenía todo el derecho de recibir una ayuda económica de ellos, pero no quería que lo acusaran de tener las motivaciones equivocadas.

  1. ¿Qué te motiva? Aprendamos del ejemplo de Pablo, no seamos codiciosos.
  2. El mundo ve lo que hacemos, Dios ve nuestras verdaderas motivaciones.

HG/MD

“Más bien, según fuimos aprobados por Dios para ser encomendados con el evangelio, así hablamos; no como quienes buscan agradar a los hombres sino a Dios quien examina nuestro corazón” (1 Tesalonicenses 2:4).