Lectura: Santiago 3:1-12

Santiago, una “columna” en la iglesia primitiva (Gál. 2:9), reconocía el gran poder destructivo y el peligro de una lengua descontrolada. Él no era el único que pensaba así. Hombres y mujeres en muchas culturas nos han advertido acerca de la necesidad de guardar nuestro hablar. Estos pequeños versos de autores desconocidos lo dicen bien:

“La lengua deshuesada, tan pequeña y débil, puede aplastar y matar”, declaraban los griegos.

El proverbio persa sabiamente rezaba: “Una lengua larga, una muerte prematura”.

Algunas veces toma más bien esta forma: “No dejes que tu lengua te corte la cabeza”.

Mientras, los sabios árabes imparten esto: “El gran almacén de la lengua es el corazón”.

Del ingenio hebreo salta esta máxima: “Aunque los pies resbalen, no dejes que la lengua lo haga”.

Un versículo de las Escrituras corona todo esto: “El que guarda su lengua guarda su alma”.

¿No es perfectamente lógico que Santiago comparara la lengua con un pequeño fuego que pone un gran bosque en llamas, o con un timón muy pequeño que entrega un poderoso barco a la tormenta? (Santiago 3:4-6).

  1. Oh, Señor, ayúdanos a aprender una lección de los sabios. Ayúdanos a contener nuestra lengua y a no dejarla resbalar.
  2. Controla tu lengua o ella te hará pasar por dolores que no te son necesarios.

NPD/HR