Mártires de la Fe

La señora Cicely Ormes
Esta joven mártir, de veintidós años de edad, estaba casada con el señor Edmund Ormes, tejedor de estambre de St. Lawrence, Norwich. Al morir Miller y Elizabeth Cooper, antes mencionados, ella dijo que quería compartir la misma copa de la que ellos habían bebido. Por estas palabras, fue llevada al canciller, que la habría liberado bajo su promesa de ir a la iglesia y de guardarse sus creencias para si misma. Como ella no estaba dispuesta a consentir en esto, el canciller la apremió diciendo que le había mostrado más indulgencia a ella que a nadie porque era una mujer ignorante e insensata; a estas palabras contestó ella (quizá con mayor agudeza de la que él esperaba) que por grande que fuera el deseo de él de dar perdón a su pecaminosa carne, que no podría igualarse al deseo de ella de ofrecerla en una pelea de tanta importancia. El canciller pronunció entonces la sentencia condenatoria, y el 23 de septiembre de 1557 fue llevada a la estaca, a las ocho de la mañana.
Después de proclamar su fe ante la gente, puso la mano sobre la estaca, y dijo: «Bienvenida, cruz de Cristo.» Su mano quedó llena de hollín al hacer esto porque era la misma estaca en la que habían sido quemados Miller y Cooper y al principio se la limpió; pero inmediatamente después la volvió a acoger y se abrazó a ella como la «dulce cruz de Cristo.»
Después que los verdugos hubieran encendido el fuego, dijo: «Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador.» Luego, cruzando sus manos sobre su pecho, y mirando arriba con la mayor serenidad, soportó el ardiente fuego. Sus manos siguieron levantándose gradualmente hasta que quedaron secos los tendones, y luego cayeron. No pronunció exclamación alguna de dolor, sino que entregó su vida, un emblema de aquel paraíso celestial en el que está la presencia de Dios, bendito por los siglos.
Se podría mantener que esta mártir buscó voluntariamente su propia muerte, por cuanto el canciller apenas si le exigió otra penitencia que la de guardarse sus creencias para si; pero parece en este caso como si Dios la hubiera escogido como luz resplandeciente, porque doce meses antes de ser apresada se había retractado; pero se sintió muy desgraciada hasta que el canciller fue informado, por medio de una carta, que se arrepentía de su retractación desde lo más hondo de su corazón. Como si para compensar por su anterior apostasía y para convencer a los católicos de que no tenía ya más intención de entrar en componendas por su seguridad personal, rehusó abiertamente su amistoso ofrecimiento de permitirla contemporizar. Su valor en tal causa merece encomio; era la causa de Aquel que dijo: «El que se avergonzare de mí en la tierra, de él me avergonzaré yo en el cielo.»

Fuente: El libro de los Mártirez, por Jhon Foxe.