Lectura: Salmos 101:1-8

Henry Ward Beecher (1813-1887), prominente clérigo y abolicionista de la esclavitud, contaba la siguiente historia:

“Una madre estaba lavando ropa junto a un arroyo.  Su único hijo estaba jugando cerca de ella, pero de repente se dio cuenta que el niño no estaba.  Lo llamó, pero no obtuvo respuesta.  Alarmada, la madre corrió a la casa, pero su hijo tampoco estaba allí.

Frenética, la mujer se fue corriendo hacia el bosque.  Allí encontró al niño, pero era demasiado tarde ya que al pequeño lo había matado un lobo.  Con el corazón destrozado, recogió el cuerpo sin vida, lo acercó a su corazón, y tiernamente lo llevó a la casa.  “¡Cómo debía aborrecer esa mujer a los lobos!”

Si hacemos un símil de esa historia, podríamos decir que todo creyente debería sentir un odio similar por el mal (Salmos 101:3-8).  No obstante, muchos padres y madres de familia, que cuidan de sus hijos para que no les ocurra ningún daño físico, olvidan que el mal no sólo se presenta por medio de las amenazas físicas; razón por la cual dejan a sus hijos sin protección, mostrando poco interés por conocer a sus amistades, el tiempo que pasan con sus “amigos” en redes sociales o los programas de televisión que ven, todo ello sin ningún tipo de supervisión.

Debemos tener claro, que la maldad y su influencia, van a intentar entrar disimuladamente en nuestras vidas; es por ello que debemos estar atentos a las diferentes estrategias que utiliza el enemigo para infiltrarse en nuestras familias y actuar oportunamente teniendo a Dios como el centro de nuestro hogar.

  1. No es malo aborrecer, cuando lo que se aborrece es el mal.

 

  1. Si no aborrecemos el mal, no podemos caminar por la senda del bien.

HG/MD

“No pondré delante de mis ojos cosa indigna; aborrezco la obra de los que se desvían. Ella no se me pegará.” (Salmos 101:3)