Lectura: 1 Samuel 30:1-25

Durante una fresca tarde de primavera, un hombre ya anciano disfrutaba de un café en el parque cercano a su comunidad, cuando de repente se le acercó otro hombre y le dijo: “¿Usted volaba aviones en la segunda guerra mundial en un portaaviones? De hecho lo derribaron.”   “¿Pero cómo sabe usted eso?” – preguntó el anciano. La respuesta fue: “Yo serví en el mismo barco, estaba a cargo de empacar los paracaídas y por cierto empaque el suyo.  ¡Y parece que sí funcionó!”  “Gracias, por supuesto que si funcionó”, le dijo el veterano aviador.

Esa noche el veterano pensó en aquel hombre quien sin saberlo había salvado tantas vidas, gracias al cumplimiento de su rutinario y aburrido deber de empacar cuidadosamente cada uno de los paracaídas diseñados para ser utilizados por los pilotos en caso de ser derribados o sufrir algún accidente.  El aviador se entristeció cuando pensó que posiblemente había ignorado y hasta seguramente humillado a aquellos humildes trabajadores, marineros de bajo rango que hacían faenas poco glamorosas, como volar aquellos raudos aviones.

Esta historia nos debe hacer pensar en las palabras de David. Doscientos de sus hombres se sentían demasiado cansados como para marchar más y pelear en contra de los amalecitas, razón por la cual se quedaron detrás para cuidar los suministros.  Cuando acabó la batalla, David no hizo distinción entre los que pelearon en el frente y los que resguardaron el campamento, y dijo: “¡Que se lo repartan por igual!” (1 Samuel 30:24).

  1. En el servicio a nuestro Señor no hay tareas pequeñas o grandes, todos debemos estar al servicio de los demás; es por ello que no debemos olvidar nunca a las personas que creemos hacen las labores más humildes en nuestras congregaciones.
  2. No hay servicio insignificante para nuestro Señor.

HG/MD

“Y todo lo que hagan, háganlo de buen ánimo como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:23)