Lectura: Juan 21:15-25

La pequeña niña de 4 años corría por toda la casa, con la alegría que se desborda en la niñez; de repente cuando se encaminaba a la puerta principal, apareció el perro de la casa, para no golpearlo frenó súbitamente y debido a la velocidad que llevaba cayó dando vueltas por el piso.  Con la inocencia que solo da la infancia, exclamó: “¡Mamá, te amo!”  Luego se dio vuelta y empezó a correr de nuevo.  Su mamá con el corazón enternecido por aquella dulce declaración y por supuesto entre asustada y tranquilizada, suspiró y le dijo a la niña: “Debes tener más cuidado”.

Imaginemos esa misma situación pero en circunstancias totalmente diferentes.  Es la misma familia, y es hora de la cena, a la niña le acaban de decir por tercera vez que se siente a la mesa para comer.  Igualmente se detiene y dice: “¡Mamá, te amo!” y en seguida sale corriendo por la puerta sin importarle lo que le acaban de decir.  En este nuevo contexto esas palabras sin duda no habrían conmovido a nadie.

Nuestro Dios también quiere escuchar un “te amo” de parte de sus hijos (as), apoyado por acciones que evidencien el agradecimiento debido al amor inmerecido mostrado por nuestro Señor.

Cuando Jesús le preguntó a Pedro: “¿Me amas?” (Juan 21:15), el Señor no se satisfizo con un superficial: “Sí, Señor; tú sabes que te amo”.  Inmediatamente responde a Pedro reiteradamente: “Apacienta mis corderos”, “Pastorea mis ovejas” (Juan 21:16), “Apacienta mis ovejas” (Juan 21:17). Con ello le decía ¡si verdaderamente me amas, cuida a los que amo!, lo cual representa un desafío a seguirlo con toda su mente y corazón.

  1. ¿Cuál sería tu reacción si el Señor te hiciera esta misma pregunta: “¿Me amas?”? Si respondes con un “si, te amo Señor”, acompaña con hechos tus palabras.

 

  1. Amar a Dios es obedecerlo.

HG/MD

“En esto conocerán todos que son mis discípulos: si tienen amor los unos por los otros” (Juan 13:35)